Hubo una vez, en Píritu-Portuguesa, una muñeca que se comía los pies.
Estaba hecha de trapo, y humedecía la costura de sus zapatos, tratando de convertirse en una o que se tragara a sí misma.
La historia le arrancó de la boca sus pedazos y la convirtió en adulta.
Mucho pasó que se le iban los hilos y resguardaba debajo de sus telas a los cabezas calientes, que lo mismo se iban a reverdecer las montañas, que ponían el cuerpo contra la injusticia.
Los escondía en cada sortija de su cabellera y se casaba con cada uno en las más fugaces bodas: “te acepto y me aceptas”. No podían negarse a su lengua de cayena.
Cinco hijos la descosieron y la volvieron a hilvanar.
Sus extremidades las moldeó con papel maché, su pecho con el barro que ardía con el sol.
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Además de muñeca, fue adulta y maestra, pero a ella le gustaba más ser niña, pulpera, pintora, poetisa, madre, vestidora de muertos adultos y niños, y guardiana de corazones guerrilleros.
En el viejo oficio de las manos descubrió que podía replicarse, y así pasó que se hizo en cada alma de cada muñeco que paría. Porque sí en Cantaura morían, en las manos suyas volvían a respirar la patria. La muñeca muñequera resucitaba la flor, esculpía los mangos y se chupaba los pies.
Su inseparable Eusebia, otra rellena de trapitos, le susurra al oído cómo se respira a la orilla de un apamate, cómo se recoge en la palma de la mano un trompo que baila y que silva canciones de libertad, le enseñó cómo palpitar cada vez que entonara su voz como espada en el combate con quien mientan mundo.
Un día le dijeron que estaba loca y ella se hizo de la idea. Se puso sus mejores trapos, sólo que se lo puso todos y se fue hasta su trabajo. Hacía rato que no quería seguir bajo las rejas, y entonces le abrieron las ventanas. Volaron así medias, camisas, faldones, y la muñeca reía y con ella el viento jugaba.
Ali la reconoció como se reconocen los hijos de la savia: soldados de la vida.
A Zobeyda le pusieron Candelaria porque nació el día de la virgen de la Candelaria, un dos de febrero, mismo día en que nadie vio cuando se empinó la punta de sus dedos y se tragó a sí misma, un uroboro que no termina de irse, porque siempre está girando como el hula-hula, en la cintura de un niña que se escapa para siempre en el recreo.
Todas las almas tienen una muñeca. De trapo, de tusa, de piedra, de cabeza e’ ñema, de palo, de cera, de madera, de papel, de barro. Las más lúcidas personas se hacen la suya: Reverón cosió a Juanita, por ejemplo, y el sol de la Güaira se lo llevó a él y quedó su muñeca dando tumbos en los museos. No es justa la Ley de los hombres.
Zobeyda Candelaria Jiménez es la muñeca de un país que se niega a perder el alma, y que por el contrario la eleva como un papagayo en tempestad, que dibuja círculos en la negritud de los cielos, y conduce los rayos que iluminan el Catatumbo.
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En casa tenemos la tarea de volver a coser a Zobeyda, y de juntarla con Eusebia, con Juanita sobre el caballo de manteca de Aquiles, para que por fin la poesía cabalgue en los corazones del pueblo aquel que no se fija cómo crece el orégano en los ocasos.
DesdeLaPlaza.com/Indira Carpio