La piel de su casa toda le temblaba en cada burbuja de agua.
Cuando desconchaba, las fundaciones apretaban las raíces
y casi se quedaba sin dientes.
No era buena. Tampoco feliz. Fue hermosa.
Era el sedimento del café en una taza que se olvida.
Fue su palabra, el único escondrijo con el que hizo familia.
Su sangre entonaba el himno de cuanto amante destrozó su costura.
Y perseguía el viento.
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Hubiese querido llamarse Poema.
Ser tan hermosa por dentro, lo mismo que creer en Dios.
Pero fue en cambio un diafragma de cal,
la estatua de un eczema,
un pétalo flotando en la flema,
un tango que le era prohibido bailar.
“como una lenta gota
queriendo caer siempre
y siempre sostenida
cargándose, llenándose
de sí misma, temblando,
apurando su brillo
y su retorno al río”.
Desnuda, gimió cada vocal.
Montevideo le sirvió de cama.
Eran amarillas las hojas de la libreta en la que anotaba los nombres de cada corcel que la montó.
Su cuerpo, invasor, no la dejó nadar en la atmósfera.
Y no maquilló su corazón, lo estrelló contra la hoja y lo dio a leer a la jauría.
Vivía en Onetti, calle Durazno, casa La llaga.
Y la esposa de Juan la sabía y sentía por Idea no más que compasión.
“Pasá”, le abría la puerta la Dolly que había prometido el escritor de Santa María;
“Ya no será,/ ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo/ no coseré tu ropa, no te tendré de noche/ no te besaré al irme, nunca sabrás quién fui/ por qué me amaron otros. (…) No me abrazarás nunca como esa noche, nunca./ No volveré a tocarte. No te veré morir”.
Sus canciones le costaron el desierto
y así la brisa de los médanos le peinó los designios
el Museo de una soledad arenosa
la cresta roja de un gallo, la mar:
“De todas partes vienen, sangre y coraje, para salvar su suelo los orientales”.
Le gustaba hacerse fotos tanto como las plantas
y podía almorzar la tarde en un claro del jardín
mirando cómo germina el color verde
y arranca de una hoja la savia.
Siente la náusea y el suicidio no la conoce, pero el asma la asfixia y cualquier roce le hace moretones en todo el verso. No se estaba quieta con ninguno, con nadie. Y es cada vez menos explícita:
“Como un disco acabado / que gira y gira y gira / ya sin música / empecinado y mudo / y olvidado. / Bueno / así.”
Ella no quiso darse cuenta de que la vida le sería larga. Ochenta y ocho años y todas las hojas cayeron a su alrededor, los amores, los dolores.
“—¿Tu sueño de dicha?
—La soledad”.
Antes del fuego final, no podía hablar.
Entonces sujetó en sus ojos la tabla sobre la que comían en la casa de la calle Inca, alrededor de la cual su padre se paseaba recitando poemas, mientras ella hacía llorar el violín y a donde iba a parar el blanco de las magnolias.
Reclinó la cabeza en el pecho de la historia.
Cabalgó nada más que nueve años del siglo nuevo. Y en su velatorio sólo diez personas (de los que dos eran funcionarios del gobierno) fueron a arrojar sobre Idea Vilariño la soledad.