Fue loba. Y aullar le costó el alimento. Aun así ajustó la garra en el camino y desandó los lagrimales de Paulina, su madre, para como cascada correr contra la roca.
“Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano.
Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley,
Que no pude ser como las otras, casta de buey
Con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza!
Yo quiero con mis manos apartar la maleza.
Mirad cómo se ríen y cómo me señalan
Porque lo digo así: (Las ovejitas balan
Porque ven que una loba ha entrado en el corral
Y saben que las lobas vienen del matorral)”…
Alfonsina, como su padre Alfonso.
Cosió las noches antes de que el teatro se la llevara detrás de las palabras, para cantarlas, recitarlas, enseñarlas, desnudarlas, “almarlas”. Antes, mentía compulsivamente, le costaba conformarse con el dolor de lo real, una herida que no iba a sanar. Hubo una vez en que robó, muerta de hambre, un libro. Tenía seis años de edad y ya era la misma que camina sobre el malecón de plata.
Frente al espejo reposa la carne de sus mejillas, redondas y rojas como un par de manzanas, en el cuenco de sus manos. Tasa su redondez y por cada gramo, un grano de sal en sus pulmones.
Lo mismo en el bar que en la escuela, el mar iba y venía letra por letra, y algunos cerraban los ojos para oírla marea alta, luna llena. Los muertos rompían la tierra para volver sobre su voz, seca y tibia, donde escampar. Tenía la palabra en ella el hogar.
Pero nuestra niña hizo esquina con el aguacero. A los veinte queda preñada de un hombre casado y veinte años mayor que ella y se hace de otro garfio: ser madre soltera. Lo único que ruega es que su hijo no nazca mujer, Alejandro.
En ella no hubo desgracia que germinara la grieta sobre sus piernas, agraciaba la vida que sin poesía no es más que el movimiento de las larvas. Espinaba sí, la cajita y el lazo con el que debían enmudecer las mujeres.
Entonces, era Alfonsina una ola alzada como caballo sobre sus patas, y no llegaba a conocer orilla, una ondulación que tras su paso dejaba flotar los restos de algunos árboles deshojados y desorientados, que después de ella deseaban podrirse en su poema.
Y así vendría contra ella la fiereza del mismo océano a descubrir en su pecho la acumulación de los venenos.
La vida no pudo despedirla sin desinflarla, sin estrujarla. Lloró en los bares. En las escuelas. En las salas de redacción se derramó. Pero murió antes de suicidarse cuando aquella altanería del mar le arrancó la teta. La golpeó para derribar sus puertas, que nunca estuvieron cerradas. Y pasó el caldo a convertirla en cicatriz.
No quiso mirar, ni mirarse. Se sostuvo una teta con una mano y la otra la imaginó, como alguna vez hizo con sus pómulos gordos y el vacío la hizo saltar sin miedos, sobre una carta para el final:
“Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme puestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste,
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes,
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides. Gracias… Ah, un encargo,
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido”…
No le vendieron una pistola porque a las mujeres argentinas no se les podía y decidió endulzar lo salado. Devolverse al agua, dormir, buscar sus pedazos.
DesdeLaPlaza.com /Indira Carpio