Cuenta el viento que nació entre flores negras. Penetró como haz de luz, dispersa en la diminuta agua que sube y se condensa, hasta que vuelve a la tierra para golpear los tallos.
Cuando Violeta pudo sostenerla, fueron ella y las seis cuerdas, de la pura piel de su padre, el pájaro. Ella misma había sido depositada de polen a polen en la roseta, muy próxima a la boca de la guitarra. Y allí floreció para hablar el lenguaje de la tierra, cordillera disfrazada de lobo.
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Gritaba y alzaba la ola sobre el cemento. Lloraba y se anegaba el monte. Cantaba y reventaba la piedra.
Fue de puerta en puerta buscando la canción y la canción de puerta en puerta la recibió. Caminaba hacia atrás, desobedeciendo a la madre, “porque patrás caminan los muertos”.
La Viola lo mismo tejía, pintaba, esculpía, que cantaba angelitos.
Cuando los niños de por donde pasaba, morían, se ofrecía a vestirlos.
Picaba un par de palitos para abrirle los ojos a la luz.
De nueve meses yo dejo
mi Rosa Clara en la cuna.
«Com’ esta maire, ninguna»
–dice el marí’o perplejo.
Voy repartiendo consejo
llorando cual Maudalena,
y al son que corto cadena
le solicito a Jesús
que me oscurezca la luz
si esto no vale la pena.
No tengo perdón del cielo
ni tampoco de los vientos;
mentira el dolor que siento,
como parto sin recelo.
Pocos serán los desvelos,
dice l’orar profetorun
p’aquella que su angelorun
deja botá’ en el invierno:
«Arrójenla en los infiernos
pa’ sécula seculorum».
Pero estaba en Polonia, la roja, cuando todos los palitos formaron una montaña entre su grito y la hija más pequeña: Rosita Clara. No pudo vestirla.
Una pulmonía arrancaría el aire a la guagua. No pudo vestirla.
Su hermano de nueve años la levantaría como a una muñeca de trapo y correría con ella hasta el Hospital, correría hasta la cordura de mamá. No pudo vestirla.
Violeta desarmaría rama por rama el dique y llenaría de agua el cielo, nutriría Atacama, que por una noche dejó de ser desierto. No pudo vestirla.
“Rosita se fue a los cielos igual que paloma blanca; en una linda potranca le apareció el ángel bueno”.
Cuando yo salí de aquí,
dejé mi guagua en la cuna:
creí que la mamita Luna
me l’iba a cuidar a mí.
Pero como no jue así,
me lo dijo en una carta
pa’ que el alma se me parta
por no tenerla conmigo.
El mundo será testigo
que hey de pagar esta falta.
Y entonces, la Universidad del folklore, una carpa para mil personas que nunca la acompañaron. La tienda de La Reina se le moría, ésta vez por exceso de aire. Y a ella volvía la viruela de cuando niña. “Su cuerpo es una pezuña, / sólo un costrón inhumano”. Fea y sola, se sentía. La venas de una mano a fea. Las venas de la otra a sola. Mil novecientos sesenta y seis.
Todavía no escribía Gracias a la vida.
Así, su amor de entonces, derribó otra montaña de ramas caídas y, con la punta de una, bordó su último intento de volver a atravesar las flores negras.
Viola chilensis se cruzó la guitarra al pecho, entonó y miró entre la gente a una madre y su hija. Sus manos apretaron el pecho, que lloraba lechita clara.
Dejó de gritar, de enfurecerse. Su voz era una línea recta, una mirada que dice adiós.
“Yo me llamo Violeta Parra, pero no estoy muy segura. Tengo cincuenta años a disposición del viento fuerte. En mi vida me ha tocado muy seco todo y muy salado, pero así es la vida exactamente, una pelotera que no la entiende nadie. El invierno se ha metido en el fondo de mi alma y dudo que en alguna parte haya primavera; ya no hago nada de nada, ni barrer siquiera. No quiero ver nada de nada, entonces pongo la cama delante de mi puerta y me voy”.
Una bala, una mujer, una guitarra, un hilo de sangre, por fin llenaron su carpa.
Viola mater vino de Polonia a vestir a su bebé.
DesdeLaPlaza.com/ Indira Carpio