Harper Lee desapareció como vivió: lejos del mundanal ruido y sigilosamente, como si no quisiera llamar la atención más de la cuenta.
Cuando saltó la noticia se desconocía dónde, cuándo y cómo había muerto la autora de Matar a un ruiseñor, la novela sobre el Sur segregado de los años treinta que ha vendido más de treinta millones de ejemplares desde su publicación en 1960 y que, en Estados Unidos, es un monumento literario.
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Unas horas después un sobrino suyo informó de que fue este viernes, en la residencia donde vivía en Monroeville, un pueblo de 6.500 habitantes en Alabama, y mientras dormía.
Nelle Harper Lee —ese era su nombre completo— tenía 89 años. No estaba casada ni tenía hijos. Era la una autora de una sola obra hasta la publicación, en 2015, de Ve y pon un centinela. La operación editorial desató sospechas sobre la posible manipulación de la escritora.
Lee ya apenas salía de The Meadows, una residencia de ancianos modesta en Monroeville. Dos guardias de seguridad vigilaba en la entrada y ahuyentaba a los periodistas que buscaban a Lee.
No puedo responder ninguna pregunta”, dijo uno de los guardias durante una visita de El País en mayo.
Como su coetáneo J.D. Salinger, Lee pertenecía a una especie particular de artistas. Su obra es escasa. Tienen un golpe de genialidad en su juventud y crean un clásico para después retirarse del escenario y callar para siempre. Rehuyen los focos y las entrevistas. La fuente creativa se seca. Silencio.
A Lee le costó digerir la fama que le atrajo Matar a un ruiseñor, premiada con el premio Pulitzer, y la posterior película, protagonizada por Gregory Peck, ganadora de tres Oscars.
Es difícil encontrar otra novela contemporánea que haya tenido un impacto tan duradero como esta, la historia semiautobiográfica sobre un abogado sureño blanco, Atticus Finch, que defiende a un negro acusado injustamente de violar a una blanca.
Escrita en los años cincuenta, en el momento más feroz del terrorismo blanco contra los negros en estados como Alabama, la novela se publicó en el momento adecuado, cuando el movimiento de los derechos civiles tomaba fuerza y, con la complicidad de los presidentes Kennedy y Johnson y del Tribunal Supremo, que estaba a punto de lograr el fin de la segregación racial.
La autora era una desconocida, una empleada del departamento de reservas de una aerolínea, pero dotada de un talento narrativo insólito que mezclaba la mirada ingenua de una niña —Scout, alter ego de Harper Lee— con un bisturí afilado para diseccionar el pecado original de la democracia estadounidense: el racismo y sus distantes expresiones: la esclavitud, la segregación, la discriminación… Matar a un ruiseñor, además de una evocación del paraíso infantil y una denuncia del racismo, es un manual de ciudadanía, una Biblia cívica leída por sucesivas generaciones de escolares en ese país.
Lee creció en Monroeville, inspiración de Maycomb, el pueblo de Matar a un ruiseñor. Su padre, A.C. Lee, era el abogado que inspiró a Atticus Finch. Su vecino y compañero de juegos era Truman Capote.
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Durante toda la vida le persiguió el rumor (falso) de que Capote había escrito en realidad ‘Matar a un ruiseñor. Lo contrario probablemente sea cierto. Sin la ayuda de Lee, que le acompañó en los viajes y entrevistas, Capote no habría escrito su obra maestra, A sangre fría. Con los años se distanciaron.
Uno de los motivos que alimentaba las especulaciones sobre la autoría de Matar a un ruiseñor era que Lee no hubiese vuelto a escribir una novela. ¿Cómo era posible que aquel talento enorme se hubiese apagado? Durante década se esperó la nueva novela, hasta que hace un año se supo que Tonja Carter, abogada en el bufete de A.C. Lee (es decir, del Atticus real), había descubierto un viejo manuscrito que narraba la historia de cómo la Scout adulta regresa a Maycomb en los años cincuenta.
Carter negoció un contrato millonario con Harper Collins, que en junio publicó Ve y pon a un centinela. Se imprimieron dos millones de ejemplares.
Monroeville se dividió entre quienes sospechaban que Lee carecía de facultades para decidir sobre la publicación del texto y había sido manipulada por Carter, y quienes lo refutaban. Que Finch, el héroe de los derechos civiles, resultase ser un racista bajo la mirada de la Scout adulta decepcionó a muchos lectores.
Una semanas antes, el veterano historiador de Alabama Wayne Flynt, que era un buen amigo de la escritora, lo había avisado: Finch era un segregacionista suave, como la mayoría de ciudadanos del sur en aquella época, incluso los de inclinaciones progresistas. ¿Manipulación? No: Lee sabía perfectamente lo que hacía al publicar Ve y pon a un centinela.
Cuando le preguntamos si creía que podríamos entrevistar a la escritora, Flynt fue tajante: “Harper no permitiría que Barack Obama la entrevistase, aunque él se lo pidiese”.
DesdeLaPlaza.com/ElPaís/MB