Cuando Alexander Shasha Shulgin probó el peyote a finales de los años cincuenta descubrió que había drogas capaces de llevarnos más allá de las fronteras de la conciencia. Era doctor en Bioquímica por la Universidad de Berkeley y su interés era básicamente científico.
El peyote le hizo recuperar emociones y memorias de la infancia y le puso en ruta hacia las drogas psicoactivas. Mientras estuvo bajo sus efectos se sintió como un niño, todo asombro y sorpresa. «Lo más revelador es que aquel recuerdo tan impresionante lo había producido una fracción de un gramo de un producto blanco y sólido. Lo que recordé procedía de las profundidades de mi memoria y mi psique. Entendí que nuestro universo está dentro de nuestra mente y nuestro espíritu. Podemos optar por no acceder a él, incluso podemos negar su existencia, pero sin duda está allí, dentro de nosotros, y si queremos hay productos químicos que pueden alcanzarlo».
Empezó a trabajar para Dow Chemical, pero en 1965 decidió montar su propio laboratorio, y lo hizo en un cobertizo en la parte trasera de su casa en Berkeley, una gran propiedad que adquirieron sus padres, ambos maestros, él de origen ruso.
Era un investigador alternativo. Trabajaba con música rusa de fondo –Prokofiev, Shostakóvich, Rajmáninov-, conducía un escarabajo y si le invitaban a una recepción se ponía un esmoquin, pero no se quitaba sus sandalias hechas a mano.
Diseñaba y sintetizaba drogas psicodélicas. Documentaba la receta y los efectos que producía. Cada droga, y diseñó unas 150, la probaba y la daba a probar a su esposa, Ann, que era tan entusiasta como él del peyote. «He leído todo Carlos Castaneda», reconocía.
Colaboraba con la agencia antinarcóticos (DEA), que, a cambio, le dejaba producir las drogas para fines científicos. Aun así, consideraba que ningún gobierno debía entorpecer la libertad del individuo para explorar los límites de su conciencia.
Un día de 1976 un amigo le llamó la atención sobre el medicamento MDMA que Merck había desarrollado en 1912 pero que no tenía una aplicación concreta. Shulgin descubrió que sus beneficios terapéuticos se parecían a los del peyote. «Permite al individuo -explicó- expresar y experimentar contenidos afectivos reprimidos por las barreras culturales«. Un amigo psiquiatra la recetó a miles de pacientes y luego pasó a la cultura underground californiana. Frente a los clubs musicales se vendía como éxtasis. Shulgin no la fabricaba ni se beneficiaba de ella, pero los traficantes se hicieron millonarios. El Gobierno la prohibió en 1985 con el argumento de que daña el cerebro. Shulgin se desesperó porque la ciencia perdía un vehículo idóneo para superar traumas psicológicos asociados con la represión. La droga, pese a todo, encontró un filón en las discotecas de Eivissa y en los ochenta alumbró la música acid house .
Shulgin falleció el lunes a las cinco de la tarde en su casa de Berkeley a causa de un cáncer de hígado. Murió escuchando música meditativa budista y rodeado de amigos y familiares.
Desde la Plaza La Vanguardia / AMH