La Babe tenía más horas de vuelo que todos nosotros juntos y un deseo de pertenencia en tres idiomas un poco exagerado, a los 24 años había recorrido medio mundo.
Yo era el único que no había salido del país, la psicodelia local ayudó a suprimir las distancias, me desplazaba en un “recoge locos” como el pasajero que había olvidado en el asiento de atrás aquello de conocer otras culturas, el aeropuerto internacional me quedaba cada vez más lejos por allí salía la clase media que nunca dejó de viajar y también la idea que me había recreado del resto del mundo entraba y salía por esa puerta.
Las deudas que agobiaron a mi vieja toda su vida me hicieron entender que vivíamos en un tiempo prestado y la enseñanza fue creer que cualquier viaje se haría bastante corto. Por unas monedas y por aquello de que siempre hay alguien más jodido que uno, el Negro era el hombre que sacaba la basura y recogía toda la mierda para llevarla hasta el conteiner.
“¡¡¡Laos-tzura!!! ¡¡¡Laos-tzura!!!”. Pronunciaba “basura” como si estuviera en Camboya. En esa cotidiana expedición hacia el “Klama hama” – aquel mundo que subyace entre los muertos vivos – se le forjaron los pliegues de los pies con el territorio, con las veredas del barrio y con el aire filtrado entre el mierdero de los demás.
Para Deleuze, “el nómada no es necesariamente alguien que se mueve: hay viajes inmóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómadas no se mueven como emigrantes sino que son, al revés, los que no se mueven, los que se nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos”.
Muchos huíamos sin abandonar esté País-Mundo, mí universo estaba aquí acorazado en el epicentro continental, demiúrgico y siderúrgico de la dignidad de vuelta, asediados por una conspiración permanente que nunca cesó.
El capitalismo había saqueado la idea de los límites en nombre de la libertad y sin embargo, la única razón por la que no se había prendido un peo en este país es porque las grandes mayorías que vivimos en el barrio, atomizados cómo mercancía barata, los excluidos históricos que somos el panteón espiritual del chavismo profundo, conocíamos a los actores de la conspiración porque los hemos visto reiteradas veces.
El día que Chávez mostró el mapa de América Latina al revés, el dibujo de Torres García, a través de una transmisión en Cadena Nacional como si se tratase de un performance chamánico televisado, entendí que de alguna manera habíamos volteado una parte de la historia y manteníamos el brazo de la insurrección popular.
El “Tercer Mundo” no era más que un error de categorías. Cuando empezaron a llamarnos países en vías de desarrollo de aquel “Segundo Mundo” que no contó para la especie humana durante mucho tiempo, por aquello de que estaba entre los terrícolas y los extraterrestres (R.Barthes) , resurgió de las ruinas de la Muralla China y del Palacio del Kremlin en llamas la nueva acrópolis.
La guerra también se había dejado de categorías, géneros y tipos, la nueva guerra fría era una guerra cool.
La Babe y yo finalmente salimos debajo de aquel sol podrido y degollante, rebotando entre los cristales de los edificios como katanas cortando patillas. Su boleto estaba incompleto, le había arrancado el filtro de un porro mañanero al ticket.
Ya dentro del acordeón, en ese espacio ganado para la multitud, en la juntura de dos vagones donde las paredes son de un cuero plástico para acercarnos con los codos y hombros a las conjeturas del apretujamiento, en ese intersticio ideal para los oportunistas del evangelio y para los que van resignados a seguir de largo, en el Metro de nuestra decencia ciudadana, que además se había convertido en el blanco del terrorismo mal pagado y mal drogado, la vi por última vez parados frente a frente, agarrados de las correas rotas dentro del mismo vagón, como dos eternautas amándonos y odiándonos a la vez, inertes en el olvido, hasta que precipitó su salida en la siguiente estación.
Ella relacionó todo de inmediato con una lasciva discreción multicultural, más que una simple intuición, en su mirada había una pulsión que le anticipaba los prejuicios de una comprensión X distante. No hubo ninguna palabra, mis labios estaban cocidos, la impotencia amorosa no tenía cura, el vagón se había convertido en un campo de concentración.
Vivía en un viejo edificio de seis pisos ocupado, compartía un apartamento de 80 metros cuadrados particionado por cuatro personas. En su momento, la ocupación del édificio la llevó a cabo un grupo de mujeres con niños que fueron desalojadas semanas después por la policía. La renta mensual del alquiler ella se la depositaba a un paco que era el dueño del piso completo. Abajo quedaba el mejor de los peores restaurantes chinos de la ciudad, donde las cervezas siempre están vestidas de novia. En la puerta había un calendario del año de la rata, como el que volvería a ver en la apretada sala de su casa. Sentado en la acera de la calle, el cocinero mordía un cigarro mientras se cortaba las uñas de los pies.
El encuentro con Susy Sucrania y con su pollina suicida, había dejado un amargo delay que se desvaneció cuando sonaron las campanas del fenshuy, salimos con unas bien frías que rompieron el hielo prolongado:
—Yo no le hipoteco mis tristezas a nadie.
Autosificiente, longeva, heterea y naúsica a la vez, la Babe había recuperado la voz en el momento en que suspiré, silvando como un águila en pleno vuelo sobre un valle de balas.
En las escaleras había un registro hemerográfico que cubría el bloque de la autoconstrucción, en el tapiz de periódicos viejos se reseñaban los resultados de la pelota nacional en un oráculo de círculos concéntricos que nadie entendía, el incremento de los salarios de los primeros de Mayo que no significan nada, los avisos clasificados y la noticia de que a Don Francisco lo habían sacado del aire por pedofílo.
Subimos seís pisos para llegar a su apartamento, conversamos sobre la transmisción de la data, sobre las velocidades de los bufers y sobre el discoduro, cuya memoria física alcanzaba una manzana entera en Los Ángeles.
En su sala sólo había espacio para una hámaca, una pequeña mesa y un televisor que se mantuvo encendido hasta que nos fuimos. En el canal de la Televisión Rusa Internacional, el jefe del Estado Mayor Ruso, doblado al español neutro respondía:
“Los cambios en el carácter de los conflictos armados son:
1. De destrucción directa a influencia directa.
2. De una guerra con armas y tecnología a una guerra cultural.
3. De una guerra con fuerzas convencionales a fuerzas preparadas especialmente y agrupaciones comerciales irregulares.
4. De enfrentamientos directos a guerra sin contacto.
5. De guerra simétrica a asimétrica con una combinación de campañas políticas, económicas, informativas, tecnológicas y ecológicas.
6. De una guerra definida por un periodo de tiempo a un estado de guerra permanente como condición natural de la vida nacional”.
Ilustración: César Vázquez