(Esta crónica está incluida en el texto de crónicas “ Material Rodante ” , que recientemente recibió el segundo lugar del II concurso nacional de crónicas urbanas, casa de las letras Andrés Bello. Caracas)
Cinco de la mañana y 42 minutos. Sentir de nuevo el parque automotor que respira sobre nuestras cabezas cuando la ciudad despierta y no hemos dormido en tres días, me hizo recordar que no debí quedarme.
Últimamente llegaba tarde, las decisiones de cualquier tipo me daban igual, la gloria siempre estuvo mal repartida entre algunos malditos bastardos de los que por mucho tiempo fue difícil desmarcarme.
La afeitadora oxidada se fosilizaba entre los sedimentos del jabón azul y la pasta dental; nunca había papel en el baño, y por estar cerca del hospital casi nunca se iba el agua, de allí que la tapa de la poceta siempre estuviera mojada, pero un día cómo aquel la deshidratación podía traer calambres. Frente al espejo me preguntaba: “¿Cuantas horas llevo en está incubadora? ¿Cuántas frente al espejo? ¿Cuantos rostros pasaron por uno? ¿Cuántos se quedaron?”.
La autocompasión se agudizaba con el ojo derecho desviado para reescribir otro manifiesto al delirio; todo manifiesto al delirio hecho un lunes por la mañana, es un manifiesto político.
Intente dormir, pero el espasmo se anunciaba y el aire escupía agujas de hielo.
Esa madrugada por el 47 retrasmitieron el show de Duljan.
Duljan era un viejo otaku anarco-comunista castrado por su mamá, que conocí cómo dibujante de cómics y que se había convertido en la estrella del primetime de la televisión metropolitana, llegando a ser una celebridad entre las rarezas locales.
El rendimiento vencía al cansancio, la máquina del deseo relevó cualquier pensamiento que implicara trabajar más, la causa de la eficiencia de aquella noche perdida, llegaba hasta el final del pasillo para buscar en el ascensor o la escalera un grado de satisfacción más elevado que me sacara fuera del perímetro de las “bombas-sucias” que caminaban de un lado a otro amenazándose entre ellas a punto de explotar.
Cuando la Babe llegó cerca del mediodía las máquinas seguían trabajando, los render seguían corriendo a diferentes velocidades.
En su cabeza se recreó la imagen del señor Kong sobre el Empire State multiplicado en cuatro egos encumbrados, vociferando sobre la teratología de la moral.
Ella bajó en el momento en que el Sueco montaba el paro, golpeando la mesa.
El volumen salvaje de su cabello le venía de un secado de moto en plena autopista, las Jordan brillantes le combinaban con el refresh de los ojos goteados:
—Y ¿desde cuando están acabando los trapos? –preguntó entre la sonrisa y la escarcha.
—Desde el viernes…
No había mucho que confirmar, debí decir que desde el jueves, pero yo me había entrampado el viernes en la tarde, ella quizás no había dormido en días. Esa mañana hizo todas las llamadas para coordinar las pautas de la semana:
—Sabes quienes son las RARQ?
—No. Un vaso de agua para un torrente –supliqué.
Lo primero era hidratarme como fuera, debajo del lavamanos había un envase que recogía el agua del tubo roto, pero esa alcanzaba sólo para el café. No había agua. Solo Cocuy.
En una emboscada puse a prueba mis reflejos secos, anestesiados y sin saliva, cuando la emergencia se encarnó en sus labios, apareció un aire de cuidado recíproco, el beso atacado se convirtió en la contra-emboscada de la mujer araña; salir de allí era la emergencia real. La decepción vendría después, el placer de su sensualidad sinuosa y sagitaria me salvaría esa mañana.
Ella conocía muy bien la diferencia entre experimentar y experienciar; recurría a esa expresión a cada rato como si fuera su mantra. Experienciar aquello de “buscarse a sí misma” era como entrar a la estación del metro por la gran avenida Norte, pero antes de llegar al anden para tomar el tren aparecía por la gran avenida Sur, sin darse cuenta la concreción de una experiencia filosófica inigualable se convertía en la posibilidad irrepetible de equivocarse y vivir en un descuido: la forma discontinua del arte.
La vida era nuestra principal adicción, grandes dosis de vitalismo en defensa de la propia vida corría entre nosotros.
Como principio, supo tempranamente, que buscarse a sí misma implicaba primero una deriva, una pérdida con todas las ausencias requeridas para cada caso; la Babe sabía muy bien cómo desertar, desde niña eso le sirvió para amplificar su sexualidad hasta el punto de no importarle las categorías de género, las categorías en general, los códigos, las casillas.
Yo la vi perderse en sólo cuatro calles y desaparecer en sólo cuatro manzanas.
Un nómada es un cosmopolita que no quiere ser cosmopolita, y eso era la Babe: antiuniversalista, amazónica y malandrizada, se hacía llamar militante de una estética cánibal en las entrañas del chavismo más salvaje, atrás había quedado el semáforo y el swing con fuego para sobrevivir, por ahora le iba bien, realizaba y filtraba contenidos virales que interpretaba y subtitulaba en inglés para subirlos a la nube.
Ilustraciones: César Vásquez