En la Grecia antigua las normas de belleza tenían una importancia capital.
Cualquier hombre de labios gruesos y mejillas cinceladas de la Grecia antigua estaba consciente de dos cosas: que su belleza era una bendición (nada menos que un regalo de los dioses) y que su perfecto aspecto exterior resguardaba una perfección interna.
Para los griegos, un cuerpo hermoso era considerado la evidencia de una mente hermosa. Incluso, tenían una palabra para esto: kaloskagathos, que significaba ser agradable a la vista y, por ende, ser una buena persona.
Aunque no fuera políticamente correcto, los chicos lindos griegos habrían fanfarroneado de ser triplemente bendecidos: hermosos, inteligentes y amados por los dioses.
Por años, la escultura clásica griega era considerada como una fantasía perfeccionista, un ideal imposible. Sin embargo, ahora creemos que muchas de las exquisitas estatuas de los siglos V al III antes de Cristo eran hechas a partir de una persona real cubierta con yeso. Y el molde creado era usado para producir la escultura.
Quienes tenían suficiente tiempo libre podrían pasar hasta ocho horas al día en el gimnasio. Pero un ciudadano ateniense o espartano promedio habría estado seriamente en forma: la cintura delgada, el pene de tamaño reducido y engrasado desde sus rizos brillantes hasta sus idealmente delgados dedos de los pies.
Bellas pero peligrosas
La historia era muy distinta en el caso de la hembra de la especie. Hesíodo –un poeta del siglo VIII/VII antes de Cristo, cuya obra era lo más cercano que los griegos tenían a una biblia– describe a la primera mujer creada simplemente como kalon kakon, «la cosa hermosa-malévola».
Era malévola porque era hermosa y hermosa porque era malévola.
De modo que ser un hombre guapo era fundamentalmente algo bueno. Pero, por definición, ser una mujer atractiva era un problema.
Y como si esto no fuera suficientemente duro, la hermosura era frecuentemente un deporte competitivo.
Los concursos de belleza –kallisteia– eran frecuentes en los campos de entrenamiento para las Olimpiadas en Elis y en las islas de Tenedos y Lesbos, donde las mujeres eran juzgadas mientras se desplazaban de un lado a otro. Los hombres triunfantes llevaban cintas atadas alrededor de sus partes ganadoras, una pierna o un bíceps particularmente bello.
«Terrible belleza»
En el caso de la mujer fatal por excelencia, la bomba rubia original, Helena de Troya, su poder residía, en la manera en que hacía sentir y hacer a los hombres, más allá de su aspecto.
Cuando aparece por primera vez en el libro tres de la Ilíada, de Homero, los ancianos cantan, con su voz subiendo y bajando como las cigarras: «¡Oh, qué belleza!» dicen. «Terrible belleza, belleza como la de una diosa». Es decir, el tipo de presencia que impulsa a los hombres a la distracción.
La Helena literaria llevaba a los hombres a su lecho y sus respectivas muertes. Su belleza era un arma de destrucción masiva.
En el pensamiento griego todo tenía un significado intrínseco; nada carecía de sentido. La belleza tenía un propósito; era una realidad independiente, activa, no una cualidad nebulosa que sólo se convertía en realidad una vez que era discernida.
La belleza era una parcela psicosocial que tenía mucho que ver con la personalidad y los favores divinos.
Desde La Plaza/BBC/AMB