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Dejar la calle y la piedra, breve encuentro con el taxista de Bellas Artes

Es de noche, vamos subiendo de Bellas Artes a San Bernardino. El trayecto es corto pero parece que el taxista, un pure que aparenta más años de los que debe tener, no está preocupado por el poco tiempo: antes de entrar a la Urdaneta dice las primeras palabras: “Yo antes vivía en la calle”.

“Ah, ¿sí? ¿Y hace cuanto que la dejó?”, le respondo, lamentando de antemano que el tiempo está en contra de la historia que estoy por escuchar. Teniendo eso en cuenta, y con la curiosidad que no se aguanta, iba apurando cada una de sus palabras, un poco contra su propio ritmo, marcado por la piedra que confiesa haber consumido por mucho tiempo.

Me cuenta que han pasado ya muchos años de eso, pero recuerda claramente. Peleaba mucho con su esposa por sus hijxs y se terminaron divorciando. Ya para ese entonces le había agarrado el gusto a fumar marihuana y alguna que otra cosa, y la parte que le quedó de la venta de la casa se la gastó, pelo a pelo pero sin pausa, en piedra. Quedó en la calle. Dormía, entre otras, en las zonas aledañas al Metro de Bellas Artes. De ahí le quedó el reflejo de trabajar por ahí, en la línea de taxis.

Menos mal que no llegué a caer en eso que llaman -¿cómo es?- heroína. Eso sí es bien arrecho”, se alegra. Quizás la historia sería muy distinta. Probablemente esta conversación no estaría sucediendo.

Ya estamos cruzando hacia la plaza Estrella, mi destino aquella noche, y todavía no reconstruimos bien los hechos. Sigo halando las frases para conectar más datos. El semáforo favorece la cosa.

Me cuenta que un día se dijo que no podía más con esa vida. Le pesan las cosas que vio, que vivió y que tuvo que hacer. “Estar en la calle no es fácil”, dice. Eso lo sabemos todxs, pero no como él. Además de las lluvias, el frío, las enfermedades, tuvo que defenderse de otrxs que como él rondaban cuando unx suele estar bien guardado en casa.

La decisión de cambiar su realidad fue de golpe, pero para llegar a donde está pasó por lavar carros, estuvo en un taller, y así comenzó, adquirió un carro, se puso a taxear y ahora ya no vive en la calle. Aunque dejó la piedra, las cicatrices quedan en la voz ronca, en los dientes comidos.

También queda en la parquedad, en la desconfianza que, por suerte o porque el tipo sabe que yo lo que quiero es conocer la historia, conmigo se rompió por un momento. Al llegar al sitio donde iba me quedé un momento, escuchando lo último que daría chance a escuchar. Levantó las manos a la altura del volante e hizo un espacio entre las dos palmas abiertas: “yo tenía un cuchillo así de grande. Es que uno se tenía que cuidar, eso es muy arrecho”, dijo a modo de despedida.

Pero yo, terco y chismoso, apreté un poco más, tentando la suerte. “Tú y yo vamos a seguir hablando”, le dije yo en mi despedida. “Ah, bueno, está bien, ya sabes dónde estoy”.

DesdeLaPlaza.com/Juan Ibarra

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