Se besaron con tanta hambre que la pregunta sobraba.
-¿Nos vamos? –Preguntó.
-¡Sí! –Respondió ella.
Fue un juego de obviedades donde supuestamente: el hombre propone y la mujer dispone. Es un acto de fe, una formalidad que ayuda a pasar el trago grueso. Creerlo, hace la vida más fácil para todos, a veces.
Ninguno de los dos tenía carro, tampoco sabían del otro más de lo que unas 15 cervezas y 10 canciones de Héctor Lavoe les permitieron, las luces bajas del segundo piso ya habían hecho su tarea y para cuando decidieron irse del Gibus, ambos asumieron que habían coronado esa noche.
Se tomaron de la mano y sin que a nadie le importara salieron del callejón de la puñalada, atravesaron el bulevar de Sabana Grande buscando todas las penumbras donde poder darse más besos y 20 minutos más tarde, entraron a la bocacalle de esa avenida donde el amor tiene precios, laberintos, puertas y escondites: La calle de los hoteles.
Todos los 14 de febrero, es “temporada alta” en los moteles de Caracas y éste 2013 no era diferente. Vieron uno que tiene una máscara de los diablos de Yare en el aviso y como les hizo gracias, se metieron ahí.
Se acercaron a una especie de taquilla bancaria donde la muchacha que atendía apenas si los miró porque jugaba con el celular.
-¿Tienes habitaciones disponibles? –Habló él.
–Son 500 bolos. –Respondió la chica al otro lado del cristal y sin levantar la cara siquiera.
La caballerosidad obliga. Él sacó unos billetes arrugados del bolsillo del blue jean, los pasó por una rendija en el cristal y con un apuro que apenas lo dejaba hablar, preguntó:
-¿Cuál habitación?
–Yo te aviso cuando se desocupe una, mi amoooor. Es que hoy estamos full. Allá pueden sentarse. -Y les apuntó a una sala de espera que estaba detrás de ellos y donde otras 3 parejas más esperaban turno al bate.
Luego se sentaron. Él pidió 6 cervezas de lata y se tomó dos a pecho, al terminar la segunda tuvo que respirar profundo para controlar un eructo. Puso la lata en una mesita cercana. La miró fijamente, pero en el reflejo del espejo que tenían como pared y mientras destapaba la tercera, decidió preguntar algo, como para que la espera no fuese tan incomoda:
– Bueno yo soy Carlos Eduardo ¿Cómo es que te llamas?
–María Eugenia.
–No había entendido eso.
-¡¡¡Sí, claro!!!!
–No chama, en serio. Tu amiga dijo otra cosa.
–Ah, no… seguro fue Mariú lo que oíste…
–Ajá, eso…
–Coño, pero no hay que ser adivino pa´ descifrarlo, chamo ¿Tú eres así de lento para todo?
Carlos ya estaba a punto de responder por su macho aletargado cuando la chica de la taquilla les grito:
-¡¡¡Chamo!!! El que vino con la gordita, del pelo rojo. Suban.
Entendieron que era con ellos, se acercaron nuevamente al cristal y les dieron la llave, pegada a un pedazo de madera (del tamaño de un borrador de pizarrón), que hacía de llavero y al que le habían escrito con marcador negro el número 10.
–Primer piso. Suban por la escalera, el ascensor no silve.
Mariú recuerda que se detuvieron tres veces en la escalera para besarse, que abrieron la habitación con dificultad ya que no dejaban de meterse mano y cuando por fin entraron, se quitaron la ropa uno al otro como para recuperar el tiempo perdido en la sala de espera.
En breves minutos, comenzó el chaca-chaca la buchaca.
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–Epa muchachas, les traje su regalo del niño Jesús.
Mariú estaba a las puertas del hotel en el que había estado hace más de un año.
De aquella recepción, donde una vez ella hizo tiempo para usar una pieza, brincaron 5 de las chicas que trabajan allí como prostitutas. Aullaron de alegría al reconocerla y la abrazaron: “La Teyde”, Tatiana, Katiuska, Waleska y La Darío.
Ella les entregó una caja de cartón, de donde emergieron dos botellas de Ponche Crema, 12 hallacas y medio pan de jamón.
–Aquí les traje, pa´ que brindemos.
-¡Ay Gorda! Que linda. Este regalo nos alegra el día mi´ja, porque aquí los 25 de diciembre son más solos que la una. –Le dijo “La Teyde”, (por su mote de guerra).
En caravana se fueron a una habitación que les sirve de camerino.
–A ese loco no lo viste más ¿Verdad, gorda? –Le preguntó La Teyde a Mariú, antes de abrir la primera hallaca.
–No chama, ni que estuviera frita. Pero yo no quiero hablar de eso, vine pa’ que vean que no las he olvidado… yo siempre estaré agradecida con ustedes. –Dijo Mariú.
Sacaron unos vasitos de cartón, los llenaron de Ponche Crema y se dispusieron a hacer un brindis.
Tatiana fue la primera:
-¡Por ellos, aunque mal paguen!
–No, no, no, así no. –Interrumpió Waleska- Por ellos, aunque haya que pagarles. –Y se cagó de la risa.
La Teyde, que es la mandamás de ese grupo dijo cambiando el tono a modo complicidad:
–No hay nada que agradecer, Gorda. ¡Date cuenta!… Somos las mismas. Todas somos putas.
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A Mariú no le gustó como Carlos le quitó la ropa, pensó que las cervezas habían sido muchas, pero decidió no prestarle atención. Se besaban lo que la respiración acelerada les permitía. Se apretaban como si fuesen a traspasarse la carne. Él la empujó hacia la cama y ella –como cayó sobre un buen colchón- pensó que era parte del juego. Nuevamente ignoró aquello.
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Ella creció con su hermano, apenas un año mayor. Con él aprendió a bailar el trompo, a disputarse las metras como si se tratara de la vida misma y a batear las pelotas de béisbol que le pichaban pegadas a los codos. Pero en casa también tenía que barrer, ayudar a su mamá en la cocina y ¡María Eugenia, cierre las piernas!
A su hermano por el contrario, le repetían todo el tiempo que La cocina es pa’ las mujeres. Los hombres no lloran. ¿Para quién es éste pipicito? ¡Para las muchachas! Y el infaltable: Dale su coñazo, no llores como una niña…
Ser un hombrecito era suficiente para justificar los golpes que su hermano siempre le propinó, jugandito. Por eso ignoraba los coñazos pasados y también los futuros.
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Carlos se lanzó sobre ella y la tomó con una sola mano por las mejillas, le apretó la boca y la haló hacia él. A ella -sin darse cuenta aún- le sangró el labio inferior. Se le rompió con sus propios dientes atrapados en la mano de su galán. Él, no la besó, le pasó la lengua como lo hacen los perros con sus dueños y la empujó a la cama una vez más.
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Todas las veces que algo le salía mal en la universidad, tenía la costumbre de escaparse del mundo. Cerraba los ojos y, no sabe por qué razón repasaba La Naranja Mecánicade Kubrick. Siempre en la misma escena. Veía a Alex, con la extraña máscara narizona, que le parece ridícula para un disfraz-, violando a la esposa del escritor mientras cantaba de manera desafinada. Esa escena le daba morbo.
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Queriendo tomar el control, ella le pidió a Carlos que se acostara. Con calmita, le pidió. Ahora ella proponía el ritmo. Mariú respiró profundo. Había bajado la velocidad y aún ella quería tener una buena noche con ese tipo a quien le escuchó recitar un poema hace más de 20 cervezas atrás. Las birras entonan, y también causan errores de cálculo.
No movió sus caderas más de tres veces cuando Carlos la agarró de la cintura.
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-¿Qué vaina es esta?
-¡Una carta, papá!
-¿Y quién es éste guevón?
–Papá es mi novi…
Y justo en ese instante, una cachetada le cruzó el rostro. Ella hizo silencio delante de su padre.
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La lanzó al suelo. Ella aterrizó de cabeza, pero un reflejo la hizo pararse de inmediato. Los ojos del amante estaban incendiados, no de lujuria sino con arrechera. Mariú miró a la puerta, se puso en guardia y antes de que la tocara de nuevo, le clavó una patada en las bolas que liquidó al agresor.
Tomó la ropa como pudo, o lo que pudo, y en pantaletas salió corriendo de la habitación escaleras abajo del motel.
En los últimos escalones se cruzó con una mujer de minifalda y peluca.
-¿Qué te pasó, muchacha?
–El tipo… (jadeaba) Me quiso joder… Con el que vine….
-¿Es tu novio? –Le preguntó.
Y ella negó con la cabeza, mientras se enderezaba la falda.
Otras chicas se acercaron y la llevaron al camerino para que se terminara de vestir, mientras La Darío caminó hasta el pasillo del piso 1, en búsqueda del agresor.
Encontró a Carlos a medio vestir saliendo de la habitación, aún sobándose la entrepierna.
-¿Tu te la das de arrecho con las mujeres? ¡Toma mamaguevo, pa’ que seas serio! – Le gritó, justo cuando le soltó una lluvia de coñazos que Carlos trató de contener en medio de la borrachera.
Abajo, “La Teyde”, Tatiana, Katiuska y Waleska alertaron al vigilante y este llamó a una patrulla de la Policía que estaba cerca.
–Gorda, si te preguntan, tú eres una de nosotras. Mejor no digas nada, esos policías son panas y se van a llevar a ese coño e’ su madre.
Los pacos se llevaron a Carlos mientras advertían a las chicas:
–Tranquilas. A éste se le quita esa curda antes de llegar al retén.
Así que 5 prostitutas y un Trans le salvaron la vida a Mariú aquella noche. Ella desconsolada apenas atinaba a decir:
–Yo no soy puta, se los juro… Yo no soy…
–Tranquila, gorda, tranquila. –La consolaba La Teyde.X
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DesdeLaPlaza.com / Ernesto J. Navarro