Por: Carlos Arellán Solórzano
No recuerdo una medalla de plata más celebrada en Venezuela que la de Yulimar Rojas en el salto triple de los Juegos Olímpicos de Río. La atleta, con un salto de 14.98 metros, se metió en el podio como una aspirante legítima al linaje de Caterine Ibargüen, quien sin atenuante alguno, es la mejor del mundo.
La suya, a diferencia de las dos anteriores con que contaba el país, se consiguió en una medición en la que ocho competidoras se disputaban los tres primeros puestos, y no como el “consuelo” de dos finales perdidas en el ring, en el que el segundo lugar se parece a un premio ingrato.
Ese instante del domingo en la noche me hizo desplegar un inventario de emociones administradas por un habitual talante de moderación y que algunos confunden como una antipatía hacia la alegría, celebrando la confirmación de que a este país también le pueden suceder cosas positivas.
En estos momentos en que el gentilicio nacional es aporreado por una serie de situaciones cotidianas, el logro deportivo es una tregua que vale más allá que un número en el medallero. Es una metáfora de “zona de despeje” en la que podemos tener el convencimiento de que tenemos el derecho y la capacidad para ambicionar el éxito.
Pero nunca faltan los imponderados a quienes el festejo les parece un relajo inconveniente, una concesión fortuita para el Gobierno, y que desestiman la hazaña como el resultado de la suerte y no del esfuerzo de un pelotón de atletas, a los que desdeñan como una banda de milicianos torpes con espada, en traje de baño, con guantes de box y balón de básquet.
Yulimar, por muy largo que saltó, no se ha salvado del sarcasmo que salpica antipatías políticas con el deseo feroz del fracaso nacional para comprobar el convencimiento de que estamos absolutamente mal.
El domingo 14 de agosto en la noche fue una jornada que al menos debió reconciliarnos con la bandera. Y no se trata de llenar con meloserías el muro del Facebook con un postizo orgullo nacional que caduca al momento de salir a la calle, o de sobreactuar una competencia patética de optimismos para medir quien es más venezolano.
En vez de alegrarnos todos, unos menos pero sí más ruidosos, siguen afanados en deslucir una felicidad que parece inmerecida, deduciendo las simpatías políticas de nuestros deportistas. Estos casos necios no escatiman en desplegar una creatividad para la descalificación, a los que solo el silencio salvaría con el beneficio de una elegante discreción.
Esos casos excepcionales pero estridentes, se retozan juzgando a los atletas sin saber de lejos el rigor del deporte de alto rendimiento, entrenando solamente la sevicia para destruir a quienes con esfuerzo se desvelan para representar al país.
Pareciera que gozan con el fracaso ajeno, afincados en una mentalidad suicida que se funde con un complejo mental que nos hace culturalmente incapacitados para la solidaridad, el progreso y la innovación.
No es mi intención sermonearnos, porque también tengo inquietudes sobre el balance general del deporte, pero no por ello se debe confundir la sinceridad con el rigor de destruir y desmoralizar.
Alarguemos al máximo el instante de aquel salto de 14.98 metros de Yulimar y celebremos su medalla de plata como el triunfo de todos, sin desgastarnos en la adivinanza de a quien le vota en los domingos de elecciones, porque ese domingo 14 de agosto, ella saltó para todos.