Mujerícola 12: Norma

A Norma no le gustaba ser la excepción que confirmara su nombre.

El Rey se oscureció la melena, pero antes ella se la destiñó. Ambos movieron las caderas a cambio de la fama y fortuna. Su desnudez no era tal, la cubrían centenares de oídos, millones de ojos: “No es cierto que no tuviese nada puesto. Tenía puesta la radio”. No era tonta, tampoco rubia. Pero podía ser lo que usted quisiese, su coeficiente superior a ciento sesenta se permitía un ventilador de metro faraleando sus faldas.

Cuando algunas personas se masturbaban con sus fotogramas, ella iba a la Universidad a estudiar historia y literatura, enamorada del olor a tinta que empapaba letra por letra y la brisa fresca del acordeón de hojas de los clásicos. Incluso muy por el contrario a lo que sentía por sí misma, amaba a los libros.

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Después de que quebraran el vientre de su hoja, se lavaba frente al espejo tantas veces pudiera encerrarse en el baño, sino apartaba del fregadero los platos para que sobre ellos no cayera su suciedad.

No le dolió tanto enterarse que la abuela que le diera el apellido con que el fuera famosa, Monroe, intentara asfixiarla cuando sólo tenía un añito de vida, como ver que un vecino vaciara una pistola contra Tippy, un mestizo de Los Ángeles que ladraba lo que la niña no podía y que parecía ser el único afecto de Marilyn allá en mil novecientos treinta y dos. Norma Jeane (o Jean, como prefería, sin la “e”) había cumplido seis y una tartamudez le hacía salivar más dolor.

Un año después su abuelo se suicidaría y al poco tiempo su madre Gladys sería internada por esquizofrenia. La niña daría las patas a su primer orfanato. Luego a las manos de sus tutores.

Mil novecientos treinta y tres. Iba de la cocina al cuarto. Llevaba consigo siete largos giros al sol y un vaso con agua que alcanzaba a sostener con las dos manos. Él sólo necesitó una garra para empinarla, y la correteó hasta apretar. “Te alcancé”, mordió la presa. Se suponía su cuidador. Ella no supo nunca cómo recoger sus aguas, tampoco pudo nadarlas. Le habían triturado los huesos de la sonrisa. “¿Puede un hombre sonreír cuando contempla a la mujer más triste del mundo?”, se preguntaría más tarde su galán, Gable, en The Misfits.

Nadie nunca le dijo lo hermosa que fue cuando sólo era una niña. Nadie se detuvo a contemplar sus huequitos bajo los pómulos, monederos de la luna. A la Holly de Capote se la pasaron de mano en mano, hasta que el manoseo constó en actas, el diecinueve de junio de mil novecientos cuarenta y dos, casada y salvada de otro orfanato. Sería el más largo de sus matrimonios, de cuatro años. El más corto, un fin de semana.

Durante su cautiverio, el amor acontece. Norma y un lápiz:

“Mi amor duerme junto a mí…/ en la débil luz -veo su viril mentón…/ aflojarse- y la boca…/ de su adolescencia regresa…/ con una blandura más blanda…/ su sensibilidad temblando…/ en la quietud…/ sus ojos tienen que haber escrutado el exterior…/ maravillosamente desde la gruta de su adolescencia -cuando las cosas que no entendía…/ las olvidaba…/ pero tendrá este mismo aspecto cuando esté muerto…/ ! oh hecho insoportable e inevitable!…/ pero ¿preferiría que llegase la muerte… de su amor antes que la suya propia?”.

Secretamente infeliz, aprendió a ser alegre. Se hizo de una modesta casa, cuya inscripción de bienvenida era una despedida: Cursum perficio (aquí acaba el viaje). “Socorro, socorro, / socorro. / Siento que la vida se me acerca / cuando lo único que quiero / es morir”. Se tiró al vacío Kennedy, una especie de maldición que se riega como vapor de veneno.

Marilyn confirmó a Galeano: quiso ser salvada de la soledad. Norma lo negó.

La ene inicial de Norma finaliza el nombre del que según su confesión ante-morten, es un exagente de la CIA, y también su asesino: NormaN.

Otra vez un hombre la da de baja. Y esta vez para siempre. Norman Hodges, un moribundo de 78 años de edad, se acredita el asesinato y con su declaración muere Marilyn, y el insoportable peso de ser otra hasta el último aliento.

DesdeLaPlaza.com / Indira Carpio