Los atletas que compitieron en Río de Janeiro volvieron a Venezuela después de 17 días de juegos olímpicos. Fueron recibidos en la pista de la Rampa 4 del Aeropuerto Internacional de Maiquetía, el mismo lugar a donde llegan Presidentes, Monarcas y medallistas de oro.
Si bien clasificaron 87 deportistas, el grupo que arribó este lunes no llegó completo. La ausencia más notable fue la de Yulimar Rojas, quien prefirió “saltarse” el festejo colectivo por el trámite de llegar descansada para un nuevo tope en la Liga Diamante de Atletismo en Europa.
Yoel Finol bajó con el bronce colgándole del cuello a la vez que no podía disimular una sonrisa con filos de oro en los dientes. A pesar del rigor de un deporte en el que la madurez viene con los golpes, aún tiene la faz de un talento precoz y el tono ingenuo de un adolescente cuando habla. No en vano tiene 19 años.
Stefany Hernández parecía más extrovertida a pesar del bronce que le resulta una recompensa ingrata para sus ambiciones de oro. El tercer lugar del BMX en Río se le ha transformado en un recado de revancha que entretiene con la confianza de sentirse más cerca del objetivo que la desvela: destronar a Mariana Pajón.
Pero ninguno de los dos habló primero. Lo hizo antes Rubén Limardo, que si bien esta vez no pudo con la exigencia de replicar lo hecho en Londres 2012, el lustro de ganar una medalla de oro le sigue dando un espíritu de preeminencia sobre el resto del grupo, adornando la actuación en Río con la pompa numérica de que tres medallas son más que una.
Finol y Hernández hicieron luego sus declaraciones correctas con las palabras que corresponden a una de ocasión de estas, dedicando las medallas a todo el país, incluso para aquellos que les apuntaron el reproche de un resultado signado por la suerte y no por el talento.
Los honores fueron con el habitual tono formal de los actos protocolares en los que hay mucha prensa y familia junta. En los que no faltan los abrazos, las fotos, ni la ansiedad de llegar pronto a casa.
Pero apenas ahí empezaba la programación de una larga jornada de honores. La relativa quietud de la Rampa 4 se trastocó en un jolgorio cuando llegaron a la terminal Internacional de Maiquetía. El lugar estaba repleto de centenares de recreadores, que con sus rutinas empalagosas de consignas y cantos, tenían la misión de animar la bienvenida.
Yo esperaba en la tarima que estaba dispuesta para los saludos. Desde ahí se dejaban ver dos atletas que habían llegado un par de días antes y que mataban el tiempo hablando. Les saludé y les pregunté por Río, como quien pregunta por un viaje y no por una competencia.
Uno respondió apenas que «bien», aunque no pasó de la primera ronda de su especialidad, pero el segundo no pudo aguantarse la necesidad de zafarse de un reclamo que esperaba por revelarse. Arrugó un poco el gesto, diciendo que pudo ser mejor en caso de que le hubieran enviado antes a una preparación de fogueo más completa y no dos meses antes de la competencia.
Creo que quiso decir más, pero la llegada de los demás compañeros desde las taquillas de inmigración hasta la tarima, le salvó de una mayor confesión que pudiera ser imprudente tan cerca de las autoridades deportivas que expían parte de sus desatenciones con la no menos sensata convicción de que no se puede complacer a todos y al mismo tiempo.
Repentinamente el ruido se hizo mayor. Música de samba y tambores se volvieron una desordenada banda sonora que hizo cortina a la entrada de los deportistas. Venían vestidos con la ropa de la delegación y con los signos de un cansancio que cedió sus rigores ante el compromiso de corresponder al gesto de la bienvenida.
Finol, Stefany y Limardo hablaban a los medios. Nadie quería perderse sus declaraciones. Cada quien le sacaba lustro a su bronce, y el esgrimista seguía sacando renta del oro en Londres. Robeilys apareció con su mano izquierda vendada y con la incógnita de qué hubiera sido de ella, y del país, en caso de que un desafortunado accidente no le hubiese cortado la mano.
En la tarima tomaron el micrófono para dejar el mismo mensaje de agradecimiento, a la vez que repetían el rito de besar la medalla y exhibirla como un trofeo de todos.
En la plataforma se replicaba al igual que abajo, la rutina de codazos y empujones, porque cada quien quería rozar a los atletas, tocar la medalla y tomarse una foto con ellos para publicarla en el instagram, como una ocasión única para ganar más likes que de costumbre.
Si bien los atletas son los protagonistas de la jornada, la dirigencia deportiva también reclamaba su pedazo de gloria, sin escatimar la ocasión para declarar.
Con un exceso de confianza, y con más entusiasmo que lógica de metales preciosos, esta vez dos medallas de bronce y una de plata eran más que la de oro en 2012, coronando la actuación en Río como la mejor en la historia de nuestro olimpismo.
No pude evitar el impulso aguafiestas de aplacar tanto papelillo con la pregunta odiosa de la comparación con Colombia, que nos aventajó con tres doradas. Creí que me arrugarían el gesto, pero las respuestas esquivaron los malabares de argumentos acrobáticos y admitieron lo inocultable, al mismo tiempo que han asumido hacer la evaluación general con una comparación a lo interno y con el entorno regional.
Tomando declaraciones para la transmisión en vivo, no hay mucho chance para interpelar más allá de la superficie de los resultados y el objetivo de remarcar el lado amable del deporte y la actuación de los atletas.
Sin asimilar el tiempo, la jornada pasó rápido en el aeropuerto. El grupo saludó sin demoras y el calor ya se hacía más palpable entre el traje que llevaba puesto por la formalidad que exige la pantalla.
Entre empujones terminó la transmisión para la televisión y los atletas caminaron hasta los autobuses, camino a Miraflores. Pasaron un túnel de oficiales de la armada con sus impecables trajes blancos pero con la pose un tanto relajada y sin las exigencias de una parada marcial.
Yoel Finol la tuvo un poco más complicado para llegar con los demás hasta el autobús. Le rodearon en la tarima con la súplica de una foto, y fue tanta la excitación, que le aclamaban como a un Beatle al que por poco hacen caer de la tarima.
Ya superado el susto de lesionarse por artificio de sus compatriotas, el joven boxeador de 19 años tomó asiento en el transporte, escoltado por Gabriel Maestre, quien lleva el título de capitán de los púgiles. Desde ahí firmó el último autógrafo de la jornada rumbo a Miraflores, como un ídolo que genera emociones por sus destrezas en el ring y el flequillo rubio que ahora es una marca de su imagen.