Es casi un lugar común decir que la lectura es una actividad altamente positiva, porque nos permite, entre otras muchas cosas, cultivar nuestro intelecto, incrementar nuestra capacidad analítica, ejercitar nuestra memoria y ponernos en contacto con nuevos mundos y culturas. En fin, se trata de una práctica tremendamente benéfica y sobre la que existe un consenso favorable, casi unánime, tanto nacional como internacionalmente.
Sin embargo, no siempre fue así. La Iglesia Católica estuvo en contra de la masificación del conocimiento y nunca vio con buenos ojos la imprenta de tipos móviles de Gutenberg. La magistral novela El nombre de la Rosa, del semiólogo Humberto Eco, ilustra muy bien cómo los curitas monopolizaban el saber para mantener a la mayoría en la oscurana. Así garantizaban un poder omnímodo en las estructuras del absolutismo monárquico que se extendió por varios siglos.
Incluso en el ocaso del monarquismo, en la Alemania de fines del siglo XVIII el ansia de lecturas o “Lesewut” llegó a ser cuestionada por sus efectos sobre la moral y la política y hasta la salud pública. En un panfleto de 1795, J.G Heinzmann, aseguraba que leer en exceso causaba: “propensión a los enfriamientos, dolores de cabeza, debilidad ocular, calentura, gota, artritis, hemorroides, asma, apoplejía, enfermedades pulmonares, indigestión, oclusión intestinal, trastornos nerviosos, migrañas, epilepsia, hipocondría y melancolía”.
Por fortuna la calenturienta visión del señor Heinzmann sería desechada con el pasar del tiempo. En la llamada sociedad de la información del mundo actual se piensa que, como dice el lema de la conductora del programa televisivo, lo saludable es precisamente lo contrario, es decir: “leer mucho y leer de todo”. Pero si vamos a los hechos, a la realidad concreta, para leer se requiere tiempo y calidad de ese tiempo.
No es fácil leer
La “modernidad”, para algunos “post modernidad”, del mundo vertiginoso de hoy día ha hecho de la lectura una tarea cuesta arriba. A ver, pongamos por caso el de un trabajador promedio, al que la dinámica del salvaje mercado habitacional ha expulsado a eso que llaman eufemísticamente ciudades-dormitorio, es decir, las localidades más apartadas ubicadas en el eje de la Gran Caracas (conformado por Vargas, Altos Mirandinos y Guatire-Guarenas). Ese personaje deberá consumir entre cuatro y cinco horas diarias nada más que para trasladarse de su hogar al sitio de trabajo y viceversa.
Además, al vivir lejos su día estará fraccionado y organizado en función de la tiranía del tiempo necesario para ir y venir, lo que implica una logística casi militar de organización para no fracasar en la hazaña de llegar a tiempo al trabajo, so pena de ser estigmatizado como un sujeto impuntual, irresponsable y de ahí un largo etcétera.
Una vez que logre sortear todos los obstáculos geográficos y de transporte para llegar a su medio laboral, seguramente agitado tras una travesía nada grata de largas colas y/o apretones, pisotones y empujones, si el trayecto incluye tomar el Metro, la persona tendrá que gastar otras ocho horas en su jornada laboral diaria.
Indistintamente de la ocupación a que se dedique nuestro amigo, es difícil, por no decir imposible que el jefe vea con buenos ojos que cuando el señor llegue, quizás con algo de retraso, saque un libro y se disponga a leer para incrementar –por decir algo- sus conocimientos de historia, literatura o economía política. En el caso que se atreva a iniciar una lectura tendrá que hacerlo de forma furtiva, más bien hacia el final de la jornada laboral. Y aun así es casi seguro que sus compañeros no se solidaricen con él y los supervisores le reprochen semejante “mal” hábito.
Conclusión: en la semana será bastante difícil leer, bien sea en el trabajo o en los medios de transporte público, donde por lo general los usuarios viajan apretujados y aturdidos al ritmo estridente del vallenato, reggaetón, bachata o en el mejor de los casos una salsita.
Nos queda el fin de semana. Aunque son dos días en apariencia largos y que deberían alcanzar para muchas cosas, la verdad es que entre el cansancio acumulado y las tareas pendientes, con suerte se podrán disponer de una o a lo sumo dos horitas para la lectura.
El Comandante Chávez fue un lector apasionado, bajo su gobierno revolucionario se implementó la Misión Robinson que permitió erradicar el analfabetismo en el país y alfabetizar a más de un millón de personas. También se ha hecho un esfuerzo gigantesco para editar y distribuir libros a precios módicos con sellos editoriales como El Perro y La Rana.
Sin embargo, aún faltan por demoler viejos paradigmas y hacer de los lectores personas bien vistas en todos los ámbitos, porque hay una predisposición como inconsciente a descalificar a la rara avis que gusta de leer o anda para todos lados con un libro. Es muy probable que los tilden de locos y hasta de vagos.
Y pensar que leyendo podemos conocer mejor nuestro pasado, entender el presente y proyectar el futuro. Yo seguiré siendo un lector empedernido, aunque insistan en robarnos el tiempo y/o a riesgo de ser etiquetado como un “mal bicho”.
DesdeLaPlaza.com/Daniel Córdova