“¿Cuál fue esa que tocaste ahorita?”, le pregunto, y me dice: “Se llama Funky Train”. Así comenzó el encuentro con Pablo García en la esquina de La Torre, en la Plaza Bolívar, donde un mediodía al pasar lo encontré junto a Manuel Miranda haciendo sonar una pieza de jazz con percusión. Pablo usa sombrero de pescador, lentes y barba Van Dike. Por momentos se nos parece al músico jamaicano y poeta dub, Linton Kwesi Johnson, pero con el saxofón y sus ritmos sincopados sabemos que lo de Pablo es el jazz, ese que viene haciendo desde hace casi 50 años en Caracas, con pasos en Amsterdam, Berlín y París.
A su lado está Manuel Miranda, sentado en un banquito portátil, tiene en sus manos un tambor en forma de copa llamado Darbuka con el que hace el drumming, también lleva lentes y una gorra tweed, que se recorta en la pancarta color carrubio donde dice “El jazz que está en la calle”.
“Este año estamos cumpliendo 40 años, desde 1977, cuando yo hice una escuela en Sarría, una escuela musical”, dice Pablo quien recuerda que su comienzo con la música fue a los 12 años, cuando era un niño de la parroquia San Juan, en Caracas.
“Empecé tocando percusión, batería. Fui baterista primero y a los 19 años conseguí un saxofón y me cambié para el saxo”, relata y muestra el saxofón. “Este tiene conmigo 41 años, lo compré en París”. Es un “Selmer”, la marca es el nombre de quien inventó el instrumento.
Lo de Manuel comenzó a los 10 años, con la tradicional agrupación infantil de aguinaldos Los Tucusitos, fundada en la parroquia La Pastora y muy conocida por sus villancicos, desde allí “con infinidad de bandas, Serenata Guayanesa; tuve una pasantía en la Sinfónica Venezuela, fui miembro fundador de la Simón Bolívar, en los años 70. Rodando como una metra, hasta que di con Pablo García y nos encontramos en esa afinidad musical y personal también”, recuerda, quien es oriundo de la parroquia Coche.
Ambos junto a un contrabajista forman parte de la agrupación Cacri Jazz, con un fonograma producido y su fan page de Facebook. “Somos los perros de la calle, pero también ‘caraqueño crítico’ (Ca-Cri). Hay un origen político en la cuestión”, dice Pablo.
Jazz callejero
“Siempre he sido músico de calle”, dice Pablo quien también ha tocado en orquestas, sin embargo, para él la calle es reconfortante, no por el dinero sino el contacto con la gente que es completamente diferente de una sala de conciertos.
“La recepción de la gente es mucho más directa, opina, participa. Cuando pone dinero en la caja está participando del espectáculo, inconscientemente te está diciendo, ‘sigue tocando’, te está apoyando en el trabajo”, sostiene.
Usualmente tocan tres sets acústicos de 45 minutos, tres horas en la mañana y cuando hay energía, son tres más en la tarde. Un buen día recogen hasta Bs 50.000 y cuando no hay mucho flujo han llegado a reportar 7.500 bolívares. “La variante es fuerte. Nos damos cuenta de la bajada y subida de la cuestión económica aquí”, comenta Pablo a quien el mantenimiento de su saxo le cuesta cerca del millón de bolívares.
“Más que el billete, que a veces no cubre ni para un almuerzo”, agrega Manuel, “es que nos mantenemos entrenados, nos mantenemos al día y con la gente, el contacto, la interactividad con el público, eso nos nutre bastante a la hora de tocar con la banda”.
Así suenan
Pablo y Manuel pasan los 60 años de edad, pero se sienten tan libres que no dejan de ser músicos itinerantes. Del centro de Caracas al bulevar de Sabana Grande, para trabajar; de El Junquito al núcleo Nuevo Nuevo Circo en la avenida Lecuna, para descansar.
Aunque ser itinerantes es parte de su trabajo, los hace ambulantes una incomprensión por parte de algunos efectivos policiales, cuando no les permiten tocar. “Por ejemplo, en Sabas Nieves, un sitio excelente para tocar, hay un espacio acústico. Un túnel que está muy bien, hay mucho público, es receptivo, pero comienzas a tocar y vienen las autoridades a sacarte”, relata Pablo sobre lo mismo que a veces ocurre en el centro y en Parque Central.
“No hay sitio donde tocar. Tocamos en la calle, para mantener nuestra técnica, un músico que no toque, no mantiene su técnica, la performance”, dice Manuel desde el mismo lugar donde en la Caracas de antaño destacaban los músicos llamados “Los Cañoneros de Caracas” que amenizaban fiestas familiares.
Para estos músicos el turismo y la recreación se fundamentan en el trabajo de los artistas, que colaboran con el desarrollo de las artes y cultura, “un trabajador que aporta al Estado, no es sólo un soñador. Sí está la parte romántica, que es esencial, pero es un trabajador normal”.
Sostienen que el sistema mediático y de promoción que premia a los consagrados, “pero si se ocupara de lo que es el desconocido tuviéramos mucha más vida cultural”, dice Pablo quien explica el sincretismo de su propuesta musical inspirada en los movimientos de las artes negras de la década de 1960, luego de la muerte del líder musulmán Malcom X y el Free Jazz. “Esa línea músico-política, crítica, con integración de disciplinas artísticas, la poesía, pintura, con poetas como Amiri Baraka, los Panteras negras, las teorías de Jhon Locke, los Red power, pueblos originarios norteamericanos”.
Trabajan con composiciones propias, desde hace año y medio, cada martes, miércoles y jueves desde las 11 de la mañana, suenan en la salida del Metro Sabana Grande y cuando pueden tocan en la Plaza Bolívar; promueven un taller de jazz llamado La Ventolera y su aspiración es seguir tocando en la calle aunque cueste vivir de ella, algo que suena más o menos así: «El artista no vive del arte, el arte vive del artista».
DesdeLaPlaza.com/Pedro Ibáñez