Cuando escuchamos a dos personas hablando, si prestamos atención, nos damos cuenta de que no se escuchan. Si lo hacen, no es para comprender lo que se quieren decir, sino para tratar de convencerlo al otro o para mostrarle qué equivocado está. Aplicar el proceso de diálogo a la vida cotidiana no es fácil, es más, nos cuesta aplicarlo; nos cuesta dialogar con el que no piensa como nosotros.
En la década del ’60 Thomas Merton, monje trapense, escribió un texto donde analizaba la problemática de la guerra de Vietnam titulado Verdad y violencia. En una parte del texto, analiza el problema de la verdad y el diálogo:
“La falsedad básica está constituida por la mentira de que estamos completamente dedicados a la verdad, y de que podemos estar dedicados a la verdad de un modo que es al mismo tiempo honesto y exclusivo: que tenemos el monopolio absoluto de la verdad absoluta, así como nuestro adversario ocasional tiene el monopolio absoluto del error. Luego nos auto convencemos de que no podremos preservar nuestra pureza de visión ni nuestra sinceridad interior si entramos en diálogos con el enemigo, pues él nos corromperá con su error. Finalmente, creemos que no puede preservarse la verdad a menos que destruyamos al enemigo -porque, como lo hemos identificado con el error, destruirlo es destruir el error. El adversario, por supuesto, tiene sobre nosotros exactamente la misma política básica por la cual defiende la «verdad». Él nos ha identificado con la deshonestidad, la insinceridad y la falsedad. Piensa que si nosotros somos destruidos, no quedará en pie otra cosa que la verdad”.
De esta manera clara y precisa, Merton pone de relieve la relación absurda de creernos dueños de la verdad, lo que lleva a la destrucción del otro, quedando un solo punto de vista, porque lo que realmente sucede es que solamente somos poseedores de una mirada sobre la realidad. Nuestra propia limitada capacidad hace que no podamos llegar a un absoluto, sino sólo en algunos casos. La lógica es la misma para los dos bandos, y la destrucción es inevitable.
Esto llevado a la vida cotidiana se traduce en la negación del diálogo: cada uno se escucha a sí mismo en monólogos de a dos. No hay interés de comprender lo que nos quiere decir el otro, por lo tanto no hace falta que lo escuche. Ahí reside el primer error en el diálogo, como sigue diciendo el monje trapense: “Si persiguiéramos realmente la verdad, comenzaríamos lenta y trabajosamente a despojarnos, una por una, de todas nuestras envolturas de ficción y engaño: o al menos deberíamos desear hacerlo, pues las meras ganas no nos capacitan para lograrlo. Por el contrario, el que mejor puede señalar nuestro error y ayudarnos a verlo es el adversario que queremos destruir. Y esta es quizás la razón por la cual queremos destruirlo. Del mismo modo, nosotros podemos ayudarlo a ver su error, y esa es la razón por la que él busca destruirnos.”
Ahora bien, si realmente queremos llegar a la verdad, tenemos que abrirnos al diálogo con el otro, ya que la única forma de superarnos y evolucionar es través del opuesto; no es fácil. Pero toda evolución implica el estar con el otro. Si lo planteáramos en términos de la triada dialéctica mi postura es tesis, es estar en sí. Por un movimiento de la razón salgo de mí, negando mi postura y admitiendo al otro, la antítesis. Entre estos dos se produce un movimiento de negación y surge lo primero real: la síntesis. En términos de diálogo, tengo que aceptar la postura del otro, como límite de mi postura, tengo que aceptar la verdad del otro, aunque no sea la mía, como el otro tiene que aceptar mi postura. Entre los dos, va a surgir una verdad nueva que, aunque no llegue a ser la verdad, va a ser superadora de la mía y de la del otro.
Pero para eso tenemos que demostrarle al otro y el otro nos tiene que demostrar que no nos queremos destruir y la forma es reconocer las virtudes del otro. No puedo iniciar un diálogo marcando los errores; por lo contrario, tengo que reconocer sus aciertos, como el otro tiene que reconocer los míos.
Buscar la verdad es salir de uno mismo, para poder comprender que hay otras formas de mirar el mundo y que entre todos podemos construir la verdad, complementando o sacando. Pero eso sólo se logra con el diálogo verdadero, en donde cada uno escuche al otro, lo comprenda, lo acepte y le muestre los errores.