“Los patrones culturales contribuyen a la ceguera. Se pierde la facultad de ver. Hay que intentar despertar esa cosa dormida que hay en nosotros, reaprender a mirar. La cultura es muy vieja, hay que renovarla…”, Carlos Cruz Diez a Miyó Vestrini en 1971.
Nunca sabes con qué te encontrarás luego de que las puertas del vagón se abran. Y, cuando se trata del metro de Caracas, el qué pierde importancia ante la diversidad del quiénes.
Tengo la terca costumbre de caminar hacia el final del andén dentro de una estación, porque creo que encontraré más espacio lejos del medio. Mi límite es el azul del piso señalando el área preferencial, frente a la que se detienen los vagones de los extremos destinados a las embarazadas y personas de tercera edad. Medio metro antes, me detengo.
En la estación Parque Carabobo esperaba el tren para llegar a mi trabajo. El tumulto apostado junto a la línea amarilla que “representa el límite de nuestra seguridad” entró en efervescencia y debí moverme si no quería ser desmembrado, por la gente. Pillé que había muy pocas personas en el área azul con la que siempre coqueteo y por esa puerta ingresé.
¡Mala decisión! Pensé. Me topé de frente con dos chicos cuyo aspecto no me inspiraba confianza en lo absoluto y mucho menos su manera de hablar. Uno de ellos me miró fijamente, de arriba hasta abajo, como escudriñando mi apariencia eterna de monaguillo. Abrí el libro que llevaba en las manos, en un intento ridículo para distraerlos. Pero no pude leer un solo párrafo, la paranoia me atrofiaba y solo escuchaba lo que conversaban.
En la estación Bellas Artes, una cincuentona muy bien arreglada entró al vagón y apurada por conseguir lugar tropezó con uno de los dos amigos, contra quienes yo ya había descargado todos mis prejuicios en menos de un minuto de trayecto, visualizándome asaltado.
–¡Disculpe señora!, exclamó irónico el chico con gorra y túneles en las orejas.
–Pensé que lo había tropezado a él no a ti, además este vagón es prioridad para nosotros; contestó la mujer, señalando al otro joven calvo y con un tono arrogante.
-Por eso mismo, así como exige el derecho a un puesto, así mismo se pide disculpas cuando se falta; repuso.
–Yo he estado esperando el metro y muchachos jóvenes me pasan por encima. Se sientan en los puestos azules y los viejitos vamos parados.
–¿Y usted cree que un color hace la cultura?, ¡Zaz! Soltó fulminante el chico de gorra dejándonos a todos impresionados y creando (casi) una nueva frase célebre.
–No es el color azul el que debe indicarme a mí que no puedo sentarme –continuó el joven- es la consciencia humana de brindarle puesto a embarazadas y ancianos. ¿O es que acaso en los autobuses viejos hay puestos azules?
“Un color no hace la cultura”, es algo así como “las apariencias engañan”. Sin darse cuenta estos chicos desarmaron escalas de creencias, como para aprender una buena lección de mesura en los juicios anticipados que hacemos cotidianamente.
Esa frase aplicable en múltiples contextos recuerda lo necesario de recrear un nuevo retrato psicológico del caraqueño que hoy camina a nuestro lado en las calles, que se sube al metro con nosotros y que decide “darnos el puesto o no”.
No en vano quiero hacer mi propio retrato en medio de un mar de colores que pueblan esta nueva cultura difícil de reconocer, en la que no siempre los malos son los que tienen cara de diablo y los corderos no son siempre los ancianos o las embarazadas.
La cultura vale. El color es un valor, no un catalizador de la educación personal y colectiva. Los valores son valores, aquí y en la última estación.
DesdeLaPlaza.com/ Rafael Álvarez-Bermúdez