Por: Victoria Torres Brito
¿Cuándo en la vida se había visto que un presidente cantara rancheras? La investidura de ser presidente de una nación estuvo, por muchos años, ligada a ciertos patrones de conducta que se vinieron todos al suelo con la llegada del Arañero de Sabaneta, quien se mantuvo rompiendo el protocolo hasta el fin de sus días.
Cambiando la ruta
Nunca le dio mayor importancia a eso de ir derechito por una alfombra roja, andaba con una comitiva detrás que lo seguía como persiguen los paticos a la mamá pato. Siempre se le escapaba a la extrema seguridad que lo acompañaba, en cada aeropuerto del mundo entero mientras lo recibía un pasillo lleno de oficiales militares, él se acercaba a cualquier soldado a preguntarle por su familia o a acomodarle el uniforme o simplemente a saludarlos, porque él sabía lo que era pagar ese plantón por horas y esperar a un presidente, que seguramente pasaría frente a ellos y ni los miraría.
Para envidia de muchos de sus homólogos, Chávez despertaba pasiones en hombres y mujeres, como si fuese un artista pop. Siempre se bañaba de pueblo con gusto, donde quiera que llegaba era recibido con algarabía, gritos, aplausos y expresiones de cariño y amor, sobre todo de amor. Fue, es y será amado por todo aquel que se enamoró de esa sonrisa con su diente separado, de esos cachetes que fueron creciendo, de esa risa burlona que sonaba «jijiji» para cuando se refería a sus adversarios, de ese sentimiento patrio que la infundió a todo un pueblo.
Sus anécdotas, sus cuentos del arañero, jugando pelota, su sueño de ser como los patriotas que forjaron nuestra historia, su vida como soldado, todas las experiencias que vivió en la sabana con su Mamá Inés, su transformación en revolucionario, todas esas características que lo hicieron el hombre, el gigante.
Jaguarllú Fidel
La conexión que establecía con sus seguidores era tan estrecha que no había reserva alguna para falsas poses y caretas, esa transparencia que lo hacía contar en su programa de TV, como una vez casi «se hace encima» en medio de una transmisión en cadena nacional o esa vez que un niño se sacó la galleta de la boca para darle un poquito a él, o ese baile bajo la lluvia aquel cierre de campaña, eso no lo podrá copiar más nadie.
Mientras los demás mandatarios pasaban horas buscando a los periodistas, Chávez tenía que sacudírselos a veces, cada movimiento, cada gesto era estudiado a detalle. Genuino. Original. Inédito. Brincar con la muchachada en Argentina mientras mandaba el ALCA al carajo. Bautizar a Bush como «Mr. Danger» y saludar a su gran amigo Fidel Castro, en su inglés limitado. Jugar con Maradona y viajar en un tren lleno de las esperanzas de un continente que vio en esos ojos de indio, lo que veía en el espejo cada mañana. Chávez era el reflejo de su gente.
Esa preocupación constante por el otro, conocer las carencias y heridas que había dejado la desidia de sus antecesores tocando la puerta de una doñita en algún pueblo lejano, manejando su carrito y gritando por la ventana: ¡Epa compadre! Besar las manos de las ancianas que lo cubrían de bendiciones y demás protecciones, hasta para echarse un trago de tequila en el lobby de un hotel con unos compañeros mexicanos en una cumbre cualquiera, todo eso lo convirtió en un personaje inolvidable.
A cada paso
Pararse firme frente a los imperios detectando el olor a azufre y a sed de poder a leguas, el que cogía una guitarra eléctrica para echar vaina mientras tocaban su canción, nunca se cansó de invitar siempre a la lectura para hacer este mundo sea más culto y ese complejo de maestro que le daba por rayar mapas, para explicarle a todos por donde era la senda que debíamos llevar y aún hay quienes son necios o perdieron la brújula y les cuesta seguirla.
Chávez fue ese padre ideológico que muchos adoptamos, ese amigo fiel que siempre nos dijo las verdades y nos tendió la mano cuando más la necesitábamos, con esa memoria detallista e infalible, orgulloso de sus raíces mezclada con ¡Maisanta!, conocedor de la geografía de su país porque la había recorrido dentro de su corazón un millón de veces. Ese jodedor que a la callaíta lanzaba un comentario que hacía reír a todo el salón, ese que se puso la chaqueta antiimperialista y murió con ella puesta, el alma de la fiesta cuando se ponía a cantar joropo o a recitar un poema. Ese que preguntaba si habíamos tomado café, porque siempre nos trataba como si estuviera en su casa, Venezuela.