Aquel Febrero

“Después del toque de queda y del mal olor que inundaba la ciudad desde la morgue de Bello Monte la gente, seria, como no se había visto en un país mamador de gallo como Venezuela, no saludaba y parecía ver de frente”, dice una de las tantas voces presentes en la novela Febrero de Argenis Rodríguez.

En aquellos días que comenzaron el 27 de febrero de 1989, narrados por Rodríguez, las otrora Fuerzas Armadas Nacionales, los cuerpos policiales y parapoliciales habían asesinado, masacrado y desaparecido a más de tres mil personas.

A través de situaciones y personajes, con una polifonía de voces en el diálogo narrativo, el autor devela en sus páginas la otredad de quienes no tenían voz en un país que se desplomaba sobre sus códigos políticos y sociales, la degradación de un falso consenso y la expresión de los principales actores de la masacre. Son 158 páginas que sin sentimentalismo y con mucho realismo muestran la falsedad de una “democracia estable” que culminó en las mieles de la llamada “coronación” de Carlos Andrés Pérez y el beso mortal del Fondo Monetario Internacional.

El estallido social conocido como El Caracazo es un hecho inacabado en su análisis, del que aún habrá mucho por revisar, sin embargo, Argenis Rodríguez nos ofrece las piezas sueltas de un mismo evento, diversos actos humanos e inhumanos que confluirán en un crisol donde el lector podrá explicarse a sí mismo el porqué de la represión y muertes que comenzaron el 27 de febrero de 1989, último año de una década ingrata en la que ese mismo pueblo pagó muchas veces los errores acumulados por el esquema clientelar político creado en 1958.

Los cuatro capítulos, “Resolana”, “Laguna azul”, “27 y 28 de febrero” y “La caterva”, retratan el componente social de aquella Venezuela, el germen de la represión policial y parapolicial, los sueños aspiracionales de una clase rural y urbana con fantasías pequeño burguesas, el estamento militar adoctrinado en la Escuela de las Américas y la visión satanizada de aquellas acciones realizadas por “vándalos” y “saqueadores” que tanto medios, voceros políticos y clase económica dominante acuñaron en su lectura de un fenómeno que incluso en la actualidad no terminan de comprender.

Los primeros dos capítulos del libro, aparentemente inconexos con el tema, muestran personajes siniestros cuya conducta fundamenta lo que será expresado en los dos capítulos siguientes respecto a la reacción desproporcionada y sádica de las fuerzas represivas, corrompidas, creadas desde una extracción social que escarbó en el crimen como estrategia para contener un eventual cambio, bien acopladas con la Doctrina de Seguridad Nacional que impuso Estados Unidos en contra del “enemigo interno” en toda Latinoamérica.

Entrevistado por Agustín Blanco Muñoz, el ex jefe policial del perezjimenizmo, Pedro Estrada, decía respecto a las Fuerzas Armadas de entonces que “El Ejército venezolano es un ejército de ocupación, no para combatir fuera del país. Un ejército adaptado al proceso de colonización impuesto por determinadas fuerzas económicas”, reseña el libro Pedro Estrada habló (1983) sobre lo que serían los orígenes de una doctrina militar perfeccionada a partir de la década de 1960, durante la llamada democracia representativa, en la Escuela de las Américas, Panamá, y en Fuerte Benning, Georgia, Estados Unidos, donde fueron amaestrados muchos oficiales venezolanos para la lucha contrainsurgente y represora que generó masacres como la de Cantaura (1982), Yumare (1986) y El Amparo (1988).

De esta manera, se comprende que uno de los personajes de esta novela sea un sádico y asesino que termina convirtiéndose en un agente de policía que “no mata por dinero”; que cuatro hombres fuertes con “maluqueza” en los rostros eran los recomendados para los “trabajos especiales”; y que el pensamiento de un capitán que “venía de hacer un curso de insurrección civil en Panamá”, lo llevara a decir a sus soldados: “La orden es matar a todo el mundo. Nada de culipandeos”.

Así, página tras página los sucesos del 27 y 28 de febrero se suceden unos a otros de forma vertiginosa, como pequeños cuadros o sketches de una tragedia coral. Una pareja discute en plena avenida Urdaneta y recibe sendos balazos; una mujer se asoma al balcón y recibe un tiro en el pecho, otra es violada en un módulo policial; el hombre enamorado muere a bordo de su carro pensando en su amada; la pareja es interrumpida en la intimidad de su romance por un escuadrón de asesinos; una joven es secuestrada por militares para amancebarse en un cuartel mientras sus padres entierran el cuerpo muerto de otra muchacha que suponen es ella. Éstos, entre otros personajes, conforman aquella otredad de la sociedad, ilustrada en situaciones que abarcan desde la mayor ingenuidad de un pueblo, hasta la saña de sus verdugos.

El autor emplea el recurso de la polifonía discursiva para narrar los testimonios: “Todos iban desorientados, porque, de pronto, disparaban de un lado como del otro. La gente corría contra las balas o hacia las balas”; concurre también otro tipo de narrador que refiere el discurso de un tercero: “Mire, hijo, ahí hay un hombre de lentes oscuros que lo menos que es es General y que no quiere a nadie vivo en este país”; otro interlocutor es aquel cuya evidente guerra era contra el pueblo: “Yo obedecía órdenes de mi General Alliegro”; y expresa también la crítica al discurso de la clase dominante regurgitado por los medios de comunicación: “¡Mira, periodista, nos echaste paja!”, gritaba la gente desde los bloques, “¡Nos están asesinando y ustedes nos tildan de malandros! ¡Los malandros y asesinos están detrás de ustedes, en la avenida Sucre!”.

En procura de mostrar fielmente el carácter de aquella sociedad, el libro retrata personajes, conversaciones y sentimientos como estampas de la degeneración de un país donde la gente se justificaba con la pregunta: “¿No robaba la amante del Presidente…?”; en el que aparentar ser abogado sin serlo era bien visto y soñar con ser una mujer como Carolina Herrera “que aquí no era nadie, se fue a Nueva York y ahora impone la moda” era ser realmente alguien; donde las altas esferas culpaban al presidente por decretar una guerra de pobres contra ricos, “los asaltos a nuestras urbanizaciones, a nuestros hijos”, pero que a su vez gritaban: “¡Ítalo salvó a la clase media!”; donde el Presidente espetaba “¡Coño, llama a Bush!”, mientras las tropas gringas invadían Panamá y las nuestras se preguntaban “¿Y esos muertos?”, para que les respondieran “A la fosa común”.

Argenis Rodríguez fue un guariqueño de Santa María de Ipire, cerca de los llanos orientales, donde nació un día 27, pero de noviembre, en 1935. Militante de la juventud comunista y gran lector, con siete bibliotecas en sus hombros y entre sus autores de cabecera Fiodor Dostoievsky, cuya estética influyó mucho en su narrativa, que incluye Entre Las Breñas y Donde los Ríos se Bifurcan, donde narra su etapa como guerrillero y posteriormente Memorias I, Memorias II y La Fiesta del Embajador. El 6 de marzo de 2000 en San Juan de Los Morros, estado Guárico, Argenis Rodríguez se despidió, forzadamente, de este mundo.

El ser testigo de los sucesos de El Caracazo le dio la preocupación y sensibilidad necesarias para crear Febrero, obra publicada en 1990 y reeditada en 2012, elogiada por Salvador Garmendia por expresar “el horror cotidiano en la literatura venezolana”.

Aunque en principio se habló de 300 muertos en los hechos de El Caracazo, se estima que la violencia y represión de aquel febrero haya acabado con la vida de unas tres mil personas que manifestaron en contra del paquetazo económico neoliberal que impuso el gobierno adeco de Carlos Andrés Pérez. En 1999 la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó indemnizar a 45 de estas víctimas, cifra superada por el Gobierno bolivariano que en 2016 alcanzó indemnizar a 600.

Febrero hay que leerlo.

DesdeLaPlaza.com/Pedro Ibáñez