¿Qué sucedería si a través de un hashtag, #MuerteA, se pudiera liquidar la vida de una de esas personas que son objeto de linchamiento por redes? ¿Qué sucedería si la vida dependiera de un rango de popularidad alimentado por una felicidad artificial expuesta en las más frívolas fotografías? ¿Qué sucedería si un día, por accidente, logramos entender que lo que nos han dibujado como enemigo, ¡cucarachas!, no es más que una mentira para mantener la fuerza del statu quo?
El desespero con que avanza el tiempo, la delimitación de la utopía a través de herramientas tecnológicas, la vacuidad y narcisismo como requisito de las redes sociales, hacen pensar que no estamos lejos de eso. Y ese es el punto importante, pues aunque no es muy lejos, afortunadamente todavía no hemos llegado hasta allá.
Habrá que ver Black Mirror, especialmente la tercera temporada, para dar más claridad a eso que se propone explicar. Una serie de televisión que comenzó en 2011 con un capítulo bizarre, el secuestrador de la princesa de Inglaterra le pide al primer ministro tener sexo con un cerdo por televisión nacional (sobra decirlo: si acaso quiere volver a ver con vida a la niña de la familia real), y que en 2016 volvió a las pantallas bajo la aquiescencia y el amparo de la toda poderosa Netflix.
El estupor que despierta cada capítulo en los espectadores no puede ser más coherente con su título: mirarnos al espejo para ver si entendemos que no puede ser sensato que sean los inventos tecnológicos los que terminen por dominar los usuarios, y no sus usuarios los que dominen los mismos.
Mirar con desprecio el ensimismamiento pueril y la prelación a la superficie. Likes, retweets, match, clics y toda esa profusa serie de dinámicas a través de los cuales nos han hecho creer que están establecidos los gustos, preferencias, diversiones; que determinan la calidad, popularidad, el anonimato y que hoy rigen la autoestima de muchos, y hasta son objeto de noticias y miden su veracidad de acuerdo al número de visitas.
Todo eso está revestido en Black Mirror. Con episodios situados en realidades, vale la pena reiterar, en el que la hipérbole se insinúa, pero se desvanece una vez tenemos en cuenta que las relaciones sociales son cada vez más inverosímiles.
Hace unos años nos asombrábamos por la relación sentimental entre un personaje que se ganaba la vida escribiendo cartas y que, producto de una decepción amorosa, cayó en la tentación de interactuar con el dispositivo que hacía las veces de acompañante, Her (2013).
Pues bien, no es difícil adivinar que dicho largometraje tuvo como referencia la serie que se emitía en el canal 4 de la televisión británica, máxime si consideramos que en la primera temporada hay dos capítulos en los que las relaciones sentimentales chocan con los artefactos del futuro.
Lo de la serie creada por Charlie Brooker es otra cosa, en cualquiera de los casos. Su narrativa atrapa por la fuerza del thriller, la mordacidad de la comedia negra y las reflexiones que suscita una vez se dan por culminados los episodios.
Solo en un siglo como este es posible que una producción como esta sea objeto de reverencia y culto. Black Mirror se adelanta a un futuro no muy lejano, y aun si fuera presente no sería tarde para verla.
Artículo escrito por Jaír Villano (@VillanoJair)
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