Venezuela y Cataluña, la narrativa de un plebiscito bueno y un referéndum malo

Si los catalanes ya no quieren ser españoles, ese es asunto de ellos. Si Madrid hace todo a su alcance para impedirlo, creo que no les falta razón, pero no voy a enfocarme en ello.

De este proceso me interesa la moralidad flexible que exhibe la casta política española, para quienes existen plebiscitos buenos y malos, así como represión buena y mala.

Las autoridades de Cataluña convocaron el pasado 1 de octubre un referéndum para resolver en las urnas su independencia, un propósito que obviamente desafía a las leyes españolas y amenaza la integridad territorial de ese país.

Los catalanes aseguran tener razones históricas y culturales para legitimar este proceso, y para hacerlo sin estropear sus ciudades pulcras y su talante de hombres civilizados, han ideado hacerlo a través de una metáfora de guerra que no deja escombros: el voto y una inmensa operación de propaganda.

El gobierno de Rajoy actuó para impedir la consulta que catalogó de ilegal y no se detuvo en parecer mesurado con sus policías, quienes golpearon a los activistas independentistas, cerraron varios centros electorales y secuestraron las urnas para que no se votara.

Las autoridades españolas actuaron con una determinación inequívoca que inevitablemente suscitaron la curiosidad de más de un desprevenido espectador en Venezuela, quienes tenían otra idea de la coherencia y espíritu democrático de los dirigentes en Madrid.

Es aquí donde uno recuerda: ¿y acaso el plebiscito del 16 de julio, convocado por la oposición y apoyado desde España, no se parecía al referéndum en Cataluña? Es decir: ¿ambos no fueron un desafío inadmisible para las dos constituciones?

El plebiscito opositor si bien no buscaba la escisión de una parte del territorio, perseguía legitimar el desconocimiento del Estado y sus instituciones, al mismo tiempo que aupaba la conformación de un Gobierno usurpador, lo que también es algo bastante grave como el independentismo catalán.

Increíblemente, la dictadura más férrea del continente no hizo nada para impedir el proceso y los dejó llegar hasta la osadía de anunciar los resultados de un escrutinio ficticio de más de siete millones de “votos totales”.

Póngase atención, el “régimen de Nicolás Maduro” no movilizó cuerpos de seguridad para impedir un acto sedicioso. Al contrario, garantizó que se llevara en paz la consulta interna opositora.

Desde España aplaudieron semejante epopeya de “Revolución Ciudadana” y le exigieron al gobierno venezolano, y a las demás instituciones, a que le dieran curso al “mandamiento popular” con una severidad democrática que parecía no tener fisuras.

La reacción de Caracas fue la de la vía de los comunicados diplomáticos, pero el mejor escarmiento para desnudar la soberbia de Madrid fue el auxilio de aquella ley universal que le ensucia la cara a aquellos que escupen para arriba.

Desde España se les aguaba el ojo con las escenas de la “feroz” represión de la policía y Guardia Nacional en Venezuela, pero cuando les tocó hacer lo mismo, actuar para mantener el imperio de la ley, la represión de la Guardia Civil fue un operativo legítimo que no se opaca con las escenas de gente lastimadas con garrotes o de viejitas heridas.

Cuando secuestraron urnas para impedir el referéndum, actuaron de un “modo democrático”, según Rajoy, pero Venezuela es la dictadura al permitir que los promotores de una sedición descomunal votaran con una tranquilidad criminal que se diluyó en el olvido.

Al mismo tiempo se reveló un estado de alma perverso entre quienes operan detrás de los medios en España, quienes voltearon sus escrúpulos con una agilidad para interpretar la represión policial en Cataluña como una epopeya legítima, sin que ya mencionar la palabra “represión” les dibujara una mueca de asco como lo hacen con Venezuela, y en la que pueden asimilar sin advertir una falta de coherencia, que impedir un acto de votación se parece a un acto en defensa de la democracia, con una lógica de plebiscitos buenos y referéndum malos.

DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán Solórzano