Para estos días de Semana Santa se han propuesto hacernos pasar por el rigor de una penitencia de paciencia y tolerancia. Venezuela, un país cocinado con sobresaltos, atraviesa por otra cruzada de violencia callejera con pretensiones heroicas.
Un puñado de manifestantes con entrenamiento veloz para levantar barricadas, trancan calles, avenidas y autopistas con una tranquilidad pasmosa, que a los más sensatos nos hacen levantar la vista al cielo anhelando algo de elemental estado de autoridad.
No se trata de implorar la severidad de las fuerzas del orden de las naciones más civilizadas, que ante la sola insinuación de la mitad de las cosas que se hacen acá, actúan sin remordimiento, repartiendo golpes y porrazos, sino de una actuación justa y ordenada que nos salve al resto de los ciudadanos de la desmesura de quienes, pidiendo elecciones y más democracia, quieren arrasar con Caracas, dejándola peor que un asalto de piratas.
Como si lleváramos por vocación el oficio arbitrario de reinventar lo que ya está hecho, desde Venezuela hemos conseguido la fórmula caprichosa para transformar la esencia y definición de causas tan nobles como la protesta pacífica, para convertirla en argumento y asidero de desadaptados, que la blanden con una ignorancia que da miedo y que avergüenzan, en el más allá, a Luther King y a Gandhi.
Sin ningún reparo moral, y sin que se le sonrojen las mejillas, estas protestas pacíficas trancan calles con barricadas, tiran piedras, se tapan la cara, escupen policías, les arrebatan escudos y armas de reglamento a los Guardias Nacionales, y coronan su epopeya levantando las manos en pose inerme ante las fotos que replican las agencias internacionales, que difunden la idea de que vivimos la dictadura más atroz, con el laurel triste –entiéndase el sarcasmo-, de superar la sevicia de un Pinochet, Videla, la familia Somoza y Trujillo, y de otros tantos dictadores decimonónicos que ha padecido este atormentado continente.
No se trata de maquillar la situación general del país, que es un caldo inevitable para el descontento, pero esto no debe significar nunca una justificación para respaldar una programación semejante de protestas, que si al menos tuvieran la autenticidad de reconocerse como francamente subversivas, tuvieran el barniz romántico de una rebelión idealista, y a lo mejor justa.
En cambio, parece la cruzada caprichosa de una vanguardia de dirigentes apurados por cumplir encargos ajenos, usando muchachos intoxicados con inhalaciones continuas de mensajes heroicos y promesas inmediatistas para derribar a un gobierno que lógicamente no se va a dejar tumbar dos veces con el mismo libreto.
Mientras esto transcurre en el sobresalto habitual que se ha vuelto abril para este país, la mayoría anhelamos al menos un instante de sosiego cuando transcurre la semana mayor, pero tal es la terquedad arbitraria de los inspiradores de las protestas, que se han propuesto también tutelar nuestro derecho al esparcimiento y el ocio, instruyendo hacer una pausa en nuestra malograda alegría, decretando el enojo como estado de ánimo general.
Por redes sociales han sugerido no publicar en estos días las fotos de fiestas, sancochos o sonrisas, para no contrarrestar la propaganda de un país en protesta y que arde por los cuatro costados, ya que la realidad no es la misma de quienes imaginan un país en rebelión. Y como en ocasiones anteriores, cuando han procurado suprimir la navidad, los carnavales y ahora la Semana Santa, no sucede tampoco ahora, a lo mejor por esa naturaleza nuestra de contrariar la que debe ser normal.
La mayoría de los venezolanos, aun en el fondo de nuestras amarguras –salvo algunos casos estridentes-, no deseamos expiar la crisis con el trauma de una violencia que se sabe cuándo empieza pero no cuando termina. Aunque parezca un defecto, nuestra vocación por el relajo es el antídoto contra la seriedad de los problemas, y la que nos sigue salvando de que todo esto no termino peor. Porque de algo sí hay que estar seguros, cuando ese estado de alma pierda la paciencia y la tolerancia, ahí sí podremos decir con absoluta certeza: “se armó el peo”.
DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán