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Femicidio

A Mayerlin la violaron, la picaron en pedazos y la regaron en Mume.

Estaba implicado el hijo del Gobernador. Lo dejaron libre.
El pecado de Maye, como le decían, había sido ser electa reina de los carnavales del pueblo. Hermosota. Desde entonces, fue objetivo.

A la chica Coronado (le llamaban así por el apellido de su papá, el militar) la agarraron en la mañanita cuando salía a trabajar. Estaba sola, y eso era suficiente. Literalmente la entubaron. No hubo orificio donde no la penetraran con pedazos de metal, antes de matarla.
Cada vez que voy a casa de mi mamá, veo a su hijita, de la mano de sus tías. Nunca camina sola.

Luzbelis corrió con más “suerte”: la violaron entre varios, cuanto quisieron, y la dejaron viva con la condición de que callara. Y calló, nunca más ha hablado. Una la mira y es como estuviera en presencia de la ausencia, un cascarón hueco que repite y repite aquel día. Vive al borde de una autopista. Estoy segura de que algún día se arrojará, y sus cazadores estarán mirándola.

A Luzmila la violó su tío. Todos lo saben. No por ella. Él se jacta de su “proeza” cada vez que se echa unos palos, va la busca, se lo restriega, ella se traga a sí misma. Cada vez que la miro, está igual: larga con un silbido, flaca como si no comiera, triste como la que más.

Hubo una época, durante la adolescencia tardía que llaman, en la que en la casa se extraviaban los cuchillos de la cocina. Yo, lo tenía todos en la cartera. En el barrio, habían violado y matado a dos chicas con la que me había criado. Señalaban -entre otros- al Manguera, un malandrito que vivía cerca de la cancha, de donde espiaba a sus víctimas.

Una noche volvía del teatro, y me encontró en un muro de piedras que está en medio de una larga calle que antecede a mi casa. Me dijo un par de cosas, me rodeó, y cuando quiso encimarse uno de mis primos lo detuvo con un grito: “eeeeeey”.

A mí se cayeron un par de cuchillos mantequilleros, cuando saqué uno del bolsillo de mi cartera. Él se rió. Y continúo “su camino”.

Respetó al hombre que apenas le subió la voz, a lo lejos. Se burló de mi defensa.

Luego supe que el padre de una de sus víctimas se lo llevó por el pico.

Ariana tiene miedo de ponerse sus “shores” favoritos. Le han crecido las nalgas, y ha crecido el acoso. Tiene miedo de que le pase “algo”. Tiene miedo de tener “la culpa”. En el abasto, un tipo se creyó con el derecho de amasarla, y no hubo alguien capaz de acompañarla en su reclamo. Al contrario, la miraron de arriba abajo, por encima del hombro: “¿para qué se pone falditas, pues?”, “provocadora”, “atrevida”.

Mariela fue muerta a cuchilladas, delante de sus hijos. Su esposo la penetró hasta el último escalofrío. Después se tiró por la ventana. “Pero, es que ella le peleaba cuando llegaba tomado. Así no se hace”, se repite la suegra.

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Hay más. Conozco a más. Seguro usted puede sumar muchos relatos de muerte, cuya asociación parece lógica: ser mujer es un peligro. La normalización del acoso es el preludio a la justificación de las muertes. O, ¿acaso una no vive muriendo cada vez que un macho nos restriega su poder?

En 2015, según declaraciones de la Fiscal General de la República Luisa Ortega Díaz, hubo 256 delitos de género, de los que 121 se consumaron como femicidios, y el resto -132- fueron intentos de asesinar a una mujer, sólo por el hecho de serlo.

Y, aunque esas cifras, son cuando menos: conservadoras, dan cuenta de una realidad inocultable, las mujeres en general, y las venezolanas en específico, seguimos siendo objetivo para la sociedad patriarcal, y no solamente como esclavas de la madeja en que se ha convertido la “civilización”, sino como presas de la violencia machista.

El femicidio se ubica como el segundo grupo de delito que más se comete en Venezuela ¿Y, qué pasaría si realmente se denunciaran todos los casos?

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Recientemente, fueron asesinadas dos mujeres argentinas, de veinte años cada una, que viajaban de mochileras por Ecuador. La aberrante justificación de aquello, es que -y a pesar de ser dos- “viajaban solas”. Las violaron, las golpearon hasta la muerte, las embolsaron y tiraron donde mejor les convino a sus agresores.

Ahora, la discusión sobre estos femicidios se ubica en si las chicas le pidieron alojamiento a sus homicidas -porque no tendrían cómo pagar un hotel-, como si el hecho de parar en una casa fuera el argumento para asesinarlas.

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Me imagino a una madre que esté a punto de parir una niña, comiéndose las uñas, temerosa de su futuro: porque no hay garantía de vida si se nace mujer.

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