Cuando Bermet salió de su casa por la mañana, camino de la universidad, nada le hizo sospechar que por la noche sería ya una mujer casada. Al terminar las clases unos jóvenes la asaltaron, la tomaron por la fuerza en mitad de la calle y la metieron dentro de un coche. Ella forcejeó durante las casi tres horas que duró el trayecto en automóvil, rodeada por desconocidos. “Luego, dejé de luchar porque pensé que me quedaría sin fuerzas”, cuenta hoy en casa de su suegra, con el pañuelo blanco de recién casada sobre la cabeza y embarazada de cuatro meses. Aquella tarde la trasladaron hasta esta misma casa, en un pueblacho a varios cientos de kilómetros de Bishkek, la capital de Kirguizistán. De madrugada contrajo matrimonio con uno de los jóvenes que la había raptado. Hoy, su marido.
Las bodas por secuestro son una retorcida práctica que, con falsos tintes de antigua tradición, condena a una de cada tres mujeres del país a contraer matrimonio por la fuerza. Jóvenes esposas obligadas a casarse súbitamente y por sorpresa con un hombre, a menudo un desconocido y habitualmente de forma violenta.
“Lo más duro fue explicárselo al que entonces era mi novio, el hombre al que amaba. Él simplemente no pudo hacer nada”, dice a solas Bermet, de 19 años. Majabat, de 18 años, también forcejeó y trató de zafarse de sus captores pero no tuvo tanta suerte y en uno de esos tiras y afloja fue estrangulada. El joven que la raptó se suicidó unas semanas más tarde. La tía de Majabat narra cómo ambas familias, la de la víctima y la del secuestrador, han acordado que con la muerte del muchacho la familia ya tiene suficiente castigo. Por tanto, no irán a los tribunales.
A pesar de que hace años que la legislación de esta república castiga y persigue las bodas por secuestro, apenas ha habido condenas contra los raptores. De hecho, tan solo se ha sentenciado a dos en los últimos 20 años.
La condena más reciente en el país se produjo hacia finales de octubre de 2013. Un hombre de 30 años que había violado dos veces y había intentado secuestrar hasta en tres ocasiones a la misma chica, una joven de 17 años, en la región de Bakai-Ata.
La primera vez que intentó llevársela fue el 27 de agosto de 2012, los parientes de ella lograron rescatarla. Esa misma tarde él volvió a intentar secuestrarla sin éxito. Durante semanas, él la amenazó mediante mensajes de móvil para que no delatase la agresión sexual, que por vergüenza ella tampoco contó a sus padres. Esperó hasta el 9 de septiembre de 2012 para volver a raptar a la joven. Esta vez sí, la retuvo en una cabaña durante varios días, gracias a la colaboración de su familia, y volvió a violarla. Esta suele ser una forma de justificar el matrimonio argumentando que ya ha sido consumado, a la fuerza. Los padres de ella lograron que el 11 de septiembre de 2012, a medianoche, un operativo de la policía local atrapara al agresor y dejase libre a la chica.
Munara Beknazarova, directora de la fundación Open Line, que ha estado siguiendo el caso afirma que el largo proceso judicial y su rocambolesco desarrollo da cuenta de la tremenda aceptación social que tiene esta práctica. Durante el proceso, la juez –“sí, una mujer”, aclara– llegó a preguntar al acusado: “¿Estaría dispuesto a reconciliarse con la víctima y casarse?”. O peor, a la víctima se le preguntó durante el juicio: “Te ofrecen una buena familia, una buena suegra, un marido guapo, ¿por qué haces esto? ¿Por qué necesitas seguir este proceso?”. Finalmente el agresor fue condenado a cinco años de cárcel. Solo se cargó contra él el delito de secuestro. Los médicos forenses nunca pudieron probar la agresión sexual.
El primer hombre encarcelado por secuestrar a una chica en la historia del país fue Shaimbek Imanakunov, de 34 años. Ocurrió en octubre de 2012. Fue condenado a seis años de cárcel por el secuestro de la joven Kisimbai Yris, de 20. Ella, una vez secuestrada y casada, logró ser rescatada por sus padres, volvió a su hogar materno y allí se suicidó. “Deseo elegir libremente a mi compañero y si me quedo al lado de este hombre, mi vida nunca tendrá sentido”, dejó escrito.
Aunque estas dos condenas dan un poco de aire a las activistas, los suicidios entre jóvenes cada vez son más habituales en el país. Un lugar en el que aunque se estima que entre 8.000 y 15.000 mujeres contraen matrimonio a la fuerza cada año, tan solo 10 casos fueron denunciados y llegaron a los tribunales el año pasado, en 2013. Un país, en el que sin embargo, se celebraron en las cortes más de 600 juicios por robo de ganado. Un código penal que castiga más severamente a los ladrones de ovejas que a los de mujeres: el artículo 165 impone hasta 11 años de cárcel a aquellos que hurten ganado, pero que tan sólo condena con tres o seis años de prisión los que hayan secuestrado o intentado secuestrar a una mujer con el fin de contraer matrimonio.
Aparentemente, la república de Kirguizistán es la vanguardia de la modernidad y la democracia parlamentaria en Asia Central. Tanto, que en 2010, una mujer, Rosa Otunbáeva, se convirtió en la primera presidenta de una exrepública soviética islámica como esta. Sin embargo, desde que cayó la URSS, los raptos de novias han aumentado considerablemente. “Al parecer, tras la independencia de la Unión Soviética en 1991, aumentaron los secuestros en el país como una forma de reafirmación cultural, como símbolo de identidad nacional”, explica Russell Kleinbach, profesor emérito de la Universidad de Filadelfia.
Kleinbach ha dedicado los últimos 15 años de su vida a recorrer todas las aldeas del país, puerta por puerta, y conducir suficientes encuestas y trabajos de campo hasta convertirse en uno de los mayores expertos del mundo sobre este asunto. De hecho, gracias al esfuerzo investigador de este sociólogo norteamericano existen hoy algunas de esas cifras y estadísticas que dan cuenta sobre la incidencia real de estas bodas forzosas. “Aún más de 10 años después sigo conociendo casos terribles y sufriendo por mis propias alumnas”, cuenta Kleinbach, que también da clases en la Universidad Norteamericana de Bishkek, donde algunas de sus doctorandas e investigadoras han sido secuestradas.
La doctora Turganbubu Orunbaeva, que colabora con Kleinbach , fundó en el año 2000 la organización Bakubat –que significa “confort”, en lengua kirguís–. Desde una pequeña oficina aneja a su consulta ginecológica trata de dar apoyo a mujeres y sobre todo combatir la aceptación social que tiene el secuestro. También imparte talleres a adolescentes sobre relaciones de pareja, salud sexual y donde explican desde la menstruación hasta el orgasmo.
La doctora Orunbaeva trabaja estrechamente con el clero islámico y con policías y militares. Los primeros condenan fervientemente esta práctica que se aleja de la bondad coránica y colaboran mucho y bien con ella. El segundo colectivo, el de los de uniforme, es bastante más díscolo: A pesar de los esfuerzos de activistas, ONG y el propio gobierno, la mayoría de los secuestros cuentan con el habitual beneplácito o la vista gorda de la policía local. Y los militares son un colectivo bastante prolijo en practicarlo ellos mismos. “Muchos jóvenes raptan a una chica y la obligan a contraer matrimonio antes de marcharse a hacer el servicio militar, así cuando regresen ya se han asegurado tener una esposa en casa esperándoles”, relata la doctora.
Los secuestros de novias no tienen encaje en el Islam ni en la tradición nómada. Sólo en tiempos de pastoreo cuando dos jóvenes se amaban y el novio no podía pagar la dote a la familia de la chica, los dos enamorados convenían en organizar un secuestro por amor. El método se llamaba Ala-Kachuu, que literalmente significa: “Cógela y corre”.
La boda de Mariam y Solo sí se hizo de esa manera, fue en la primavera de 2011. Pero es una rareza. Solo no quería secuestrar a Mariam, él es un joven muy religioso y estaba convencido de que casarse así no es de buen musulmán. Pero fueron pasando los años de noviazgo y él no conseguía ahorrar suficiente dinero como para pagar la boda. Su suegro se dedica a la construcción, tiene varias empresas y exige una boda por todo lo alto y una buena dote. Un buen día ella se lo propone a su novio: “Ya estoy harta de esperar, secuéstrame esta semana y nos casamos”.
Durante toda la boda, Solo no bebe más que zumos de frutas, mientras sus amigotes se emborrachan primero a champán y luego a vodka, en uno de los mejores restaurantes de Bishkek. Las nupcias las ha pagado su suegro. La cara de los padres de él es de resignación, de vergüenza. A ella su suegra le regala unos pendientes, sencillos y humildes: una reliquia familiar. A él, su suegro, les entrega la propiedad de una casa.
Kuban Kurmanbecovich tiene 32 años y es nómada. Pasa el año pastoreando ovejas arriba y abajo en las montañas. Algunos meses con la única compañía de su mujer y sus hijos, en una yurta a 4.000 metros. El resto del año vive en una aldea con otras tres familias. A pesar de que lo único que conecta a Kuban con el resto del mundo es una enorme antena parabólica, que le costó el sueldo de un mes, y sus hijos se encargaron de romper a pedradas hace poco mientras jugaban, él lo tiene muy claro: “Eso de las bodas por rapto ni es una tradición ni es nada, es de malas personas”.
Tiene una hija, Adelina, de apenas tres años que quiere que estudie y marche a Europa, a París. “Nunca permitiré que secuestren a mi hija”, sentencia. Kuban conoció a su mujer, Elnura, en una discoteca cuando estudiaban en la universidad. Pese a ser cabrero, obtuvo el título de ingeniero agrónomo en tiempos de la URSS. Y ella, se licenció en Económicas. Él se enamoró, sedujo a la que hoy es su mujer y se casó por amor.
En tiempos de la URSS, el amor era motivo de propaganda. Se hacían campañas que fomentaban “bodas por amor” y si eran interétnicas (rusos eslavos con kiguises, por ejemplo), se premiaba a la pareja con un buen apartamento o un coche.
“¿Sabes? El amor es algo complicado en este país”, me dice Gulnisa, una joven de 26 años que es aquí profesora de inglés, de ruso y además tiene nociones de francés.
Es el día de los enamorados y la mayoría de las alumnas y alumnos adolescentes de la escuela de idiomas donde trabaja Gulnisa en el centro de Bishkek, andan muy revueltos y risueños. Los pasillos han sido decorados con corazones y otros motivos bastante horteras con la excusa de San Valentín. Se ve a algún mozo kirguís desfilar con un ramo de flores en las calles de al lado, revestidas en tremendas carcasas de hielo, del frío de los días anteriores.
Al ser preguntada por este asunto, por el amor, Gulnisa no titubea, se señala contundente el anillo de su dedo anular, la alianza de bodas, y sentencia: “Mi marido me secuestró”.
Gulnisa estudió traducción e interpretación de lenguas modernas en la universidad pero dejó la carrera a medio terminar por su inminente boda. Mientras era universitaria aprovechaba las vacaciones de verano para trabajar como guía de viaje. Junto a un muchacho de su edad, que hacía de chófer, paseaban en furgoneta a turistas holandeses, alemanes, americanos y franceses por las montañas y valles de Kirguizistán. Juntos pernoctaban con ellos en yurtas y se mondaban con las caras que ponían al probar el avinagrado y tradicional licor de leche de yegua. “Nos reíamos mucho, era un trabajo divertido”, cuenta.
Un día su compañero de trabajo le confesó que estaba enamorado de ella y le pidió matrimonio. “Era un chaval simpático, pero nada más”, relata. Gulnisa pronunció entonces esa sentencia, extendida por todo el planeta, para romper corazones con cierta cortesía: “Es mejor que seamos amigos”. Aunque escoció, el muchacho parece que entendió lo que le tocaba y siguieron con normalidad. Unas semanas más tarde, como era habitual, él le propuso acercarla desde su casa hasta la universidad en coche.
Gulnisa pronto se percató de que el trayecto era otro. Acababan de secuestrarla. Sin violencia, pero sí mediante engaños, el muchacho la llevó hasta su hogar familiar, donde esperaban la madre, la tía y la abuela del joven. La mayoría de los secuestros son exitosos porque cuentan con la colaboración necesaria de la familia del secuestrador. Así se reproducen capítulos de violencia entre mujeres.
Encerrada en el hogar de su amigo y pretendiente, despojada del teléfono móvil, no tenía escapatoria. Además una vez que pasase esa noche en casa del joven, su honor siempre sería puesto en entredicho. El padre del Gulnisa era un viejo agente de Policía retirado. “Pero es que mi padre también secuestró a mi madre y hemos sido una familia feliz, ¿qué iba a hacer yo?”, relata Gulnisa. Aceptó casarse.
Hoy es madre de un niño de dos años por el que se desvive. Pero reconoce la envidia que siente de una amiga suya que acaba de regresar de Alemania y terminó la carrera. “Yo quería ser traductora”, dice con resignación.
– ¿Amas a tu marido? ¿Le quieres?
– “Es un hombre bueno. Me cae bien”, acierta a contestar Gulnisa.
“Un viejo refrán kirguís dice que todo buen matrimonio debe comenzar con lágrimas y aun hoy no dejan de repetirlo mujer tras mujer: debemos desterrarlo”, afirma contundente la doctora Turganbubu.
La ginecóloga habla como un huracán mientras despacha con brío a las pacientes que a veces entran literalmente de dos en dos en su consulta, se hacen exploraciones, revisiones y sobre todo muchas ecografías, como si fuese un bazar, a un ritmo loco.
Desde la ventana de su precario consultorio local en Naryn unas montañas oscuras, moles de piedra antigua, ásperas y desnudas enladrillan el horizonte. Hay lugares en los que parece se termina el mundo. Este es uno de ellos. Pese a que el mapa confirma que al otro lado de esas montañas quedan otros 10.000 kilómetros de tierra para aburrirse gastando suela. Los lugareños explican que al otro lado sólo queda el desierto chino, el Taklamakán y la cordillera del Pamir. La nada.
Los de Naryn lo saben, viven en un margen. Casi todas las carreteras mueren aquí. Es uno de los lugares más remotos del país y desde este bastión la doctora Turganbubu lanzó su ofensiva de llevar al parlamento nacional el debate sobre los secuestros de mujeres.
Lo intentó en 2005, mientras gobernaba Askar Akayev, pero la revuelta de los Tulipanes que lo derrocó y puso como presidente al déspota Bakiev interrumpió el proceso. La doctora consiguió finalmente visitar la cámara legislativa junto a otras activistas el 13 de marzo de 2009, pero la transcripción de aquella propuesta quedó en entre los papeles que la revolución popular del 7 de abril de 2010 se llevó por delante. Aquel año, cientos de ciudadanos tomaron el parlamento y echaron a Bakiev. Al menos, se redactó una nueva constitución y llegó una mujer al gobierno. Aquel nuevo ejecutivo duró tan solo un año.
Para la doctora este convulso ambiente político de Kirguizistán, en el que unos se usurpan el poder a otros mediante golpes, amotinamientos y revueltas populares, solo es reflejo de lo que ocurre en los hogares: “La violencia doméstica nunca es una prioridad para los gobiernos, pero mientras no hay felicidad, ni confort, ni en las parejas ni en las familias, es imposible que lo haya en el país”.
Desde la Plaza/Daniel Burgui Iguzkiza-El País/AMH