Si hay algo que la historia de la humanidad ha enseñado es que nunca faltarán traidores, sobre todo en los escenarios donde prevalece la conveniencia y que en un amplio espectro abarca desde el traidor ex profeso, cuya felonía va contra un grupo, individuo o nación, hasta el traidor a sí mismo, llamado por algunos “converso” y que en momentos de definiciones se reconoce porque deja su estela al “huir hacia delante”.
Los ejemplos que hay en la memoria histórica obligan al recuento y aunque para ese arqueo hay otros textos, no sobra nombrar a quienes se les reconoce como traidores por antonomasia, sea en la moral judeocristiana, la historia universal y la contemporánea. Si no se nombran, se desdibujan; si lo hacemos, abundan. Para permitirse mentar esta soga cabe recordar a Caín, Judas Iscariote, Marco Bruto, la Malinche; y en lo que a los venezolanos toca tenemos a los Juan Vicente Gómez, los Rómulo Betancourt, los Luis Miquilena.
Pero en esta clase de ingratos el cuño que cabe analizar no es el de quien porta el puñal, ni del que salta la talanquera ―maniobra política que aunque sea costumbre no deja de sorprender― sino de la estrecha vinculación con el concepto que tienen aquellos que avizoran su desmarque, esos que les gusta “jugar ganador”, quienes por alguna inconformidad o miedo eluden su responsabilidad individual. Así como hay quienes lo hacen por 30 monedas, estos lo hacen para lavar sus manos. Son más parecidos a los Pilatos, que a los Judas.
El cine es un buen pretexto para explicarnos el papel de este personaje. Ese que como Fausto firmaría un pacto peligroso, ese que le diría a un ex condiscípulo en la calle “si te he visto, no me acuerdo”, ese hombre de izquierda que se hace de derecha, quien pudiera firmar su pacto “de opinión” con el fascismo. La anécdota real nos la deja la película Mephisto (1981) de István Szabo, que ilustra lo fácil del deslinde político, las aspiraciones individuales, los privilegios y el escapismo moral que les hace creer a estos “conversos” que están por encima de toda circunstancia.
El filme se basa en la novela Mephisto, historia de una carrera, del escritor Klaus Mann, prohibida en la Alemania oriental hasta 1956 y en la República Federal Alemana hasta 1981, basada en la vida del actor Gustaf Gründgens, cuya carrera fue boyante durante el régimen nazi luego de representar a Mefistófeles en el Teatro del Estado Prusiano en 1932 y ser nombrado intendente del teatro por el dirigente nazi Hermann Göring.
En la década tardía de 1920 en Alemania, Hendrik Hoftgen (Klaus Maria Brandauer) es un actor teatral hamburgués que cree en el teatro revolucionario y con función política “para proletarios, en los muelles y fábricas”. Cuestiona el discurso del partido nacionalsocialista y lo que considera “tolerancia burguesa” que le ha permitido su escalada en el seno del pueblo alemán. “¿Cómo nos tratarían ellos en el poder?”, pregunta. En su ambición se manifiesta simpatizante del bolchevismo y opositor al nazismo, corriente de opinión que le permite representar sátiras teatrales en contra de la burguesía llegando así a Berlín hasta haber “conquistado el corazón de los obreros”.
Pero el partido nazi gana las elecciones parlamentarias en 1932 erigiéndose como primera fuerza política, lo que obliga a sectores de la izquierda a tomar posición. “Soy actor”, dice Hoftgen a su esposa quien huye al exilio quedando este “apolítico” en un limbo del que será rescatado por quienes tienen cercana relación con el nuevo establishment cultural, cuestionador de las sátiras burguesas y los bailes bolcheviques, pero defensor de las raíces alemanas. “No pasará nada, pese a lo que hiciera en el pasado”, le dice Lotte Lindenthal, quien será la llave de su futuro éxito con el poder.
Luego de tanta histeria y aspiraciones, Hoftgen hace, literalmente, el papel de su vida: le toca representar al personaje del folclore alemán Mefistófeles, encarnación del Diablo, un reclutador de almas que aprovecha la ambición de Fausto quien insatisfecho se vende firmando un contrato a cambio de conocimiento y placeres que finalmente le costará una estadía en el infierno, metáfora de lo que ocurrirá con su vida. Ovacionado por su interpretación, el poder sigue la carrera de Hoftgen con mucha atención. “Su Mefistófeles me hace pensar, su interpretación descubre al gran canalla”, oye decir de la gran autoridad nazi que lo califica como “héroe nacional” y le da la responsabilidad de dirigir el Teatro estatal con el propósito de mantener vivo el orgullo alemán.
Hoftgen es felicitado por su escualidez, por “mostrar fuerza e ingenio pese a ser débil”. En la compra de su conciencia confiesa haber “coqueteado” con la izquierda y es perdonado desde el relativismo moral: “Todos cometemos locuras. Eran otros tiempos”, le dicen para absolverlo. Siendo director del teatro termina tragando grueso y consintiendo en un silencio cómplice las purgas políticas hasta hacerse delator, burócrata y títere del poder, soportando el desprecio y manipulación, pero justificándose a sí mismo: “Qué quieren de mí, qué, soy sólo un actor”.
Realmente es un actor, pero uno que se representa a sí mismo y no al papel que le dio fama. No es la estrella del teatro sino la víctima de su complicidad, recordando al espectador el precio que pagan los adaptables cotidianos, los subordinados políticos a conveniencia, los conversos cuya traición a sí mismos se las cobra quien los cortejó, quienes creen que el individualismo no tiene implicaciones sociales o políticas, aquellos que suponen toda decisión como algo libre y sin compromiso, esos que piensan que “si no trabajo, no como”.
La referencia no es sobre los actores políticos, que en el correcto sentido del término también ejercen un papel y cuyo accionar también trae consecuencias, sobre todo cuando es desde la traición, sea dentro o fuera del Estado. La alusión es, por decirlo, más silvestre. Su foco está en el sujeto de opinión, en su expresión verbal de la conversación callejera o en redes sociales. Ese desmarque de quienes en algún momento se manifestaron revolucionarios y ya no lo son; o que dicen serlo, pero adoptando el discurso del adversario de derecha.
Esta actitud debe considerarse bajo el estudio de la opinión pública, tomando en cuenta que toda actitud es la predisposición que cualquier persona tenga ante un símbolo o aspecto del mundo. ¿Será que siempre hubo actitudes inobservables que ahora son juicios muy visibles?
Algunos descontentos, ex funcionarios, “chavistas críticos” y no autocríticos, conforman esta “corriente” que los hace primeros tributarios de la técnica propagandística del bandwagon (unidad y contagio), de la adopción del supuesto curso político del “cambio”, de la apuesta a “ganador”, del cacarear la politiquería trendy para justificar su deseo de estar del “lado correcto” con chantajes basados en la lealtad, el símbolo y la autoridad.
Tales opiniones no son ajenas para el país político; y la traición, así provenga del personaje más inocuo, tampoco. Es el único acto de los hombres que no tiene justificación, como dice la reflexión atribuida a Maquiavelo. En el gran teatro están los actores y el apuntador oculto dicta el diálogo cuyo eco escuchamos en algunos lugares o sus líneas leemos en algunas redes sociales: “¿Bruto, tú también?”; “Por ventura ¿Soy yo?”; “Qué quieren de mí… Soy sólo un actor”.
DesdeLaPlaza.com/Pedro Ibáñez