Aunque lo intenten ocultar mil veces, en Bolivia hay un Golpe de Estado. Y lo más terrible entre todas las cosas terribles de este episodio es que nos pone de frente ante una película que ya creíamos patrimonio del celuloide en blanco y negro: las dictaduras.
Aunque lo quieran disfrazar con las maromas de la impunidad mediática, un General «sugiriéndole» la renuncia a un Presidente no se parece nunca a la escena «normal» de una democracia, pero sí se parece mucho al bochorno de una especie primitiva de militares nostálgicos de los tiempos de poder de sus abuelos gorilas.
Lo más duro de este Golpe de Estado en Bolivia, es que fue también un golpe en la cabeza que le trastocó la razón a mucha gente, que aturdidos todavía por el fantasma del anticomunismo, bendice con la biblia en la mano y la palabra democracia en la boca, la epopeya descomunal de un operativo de masacre para desalojar a un Presidente indígena que gobernó mejor y civilizadamente que toda la raza de blancos déspotas que mandaron antes en el país.
Otra cosa grave en este episodio de dictaduras redomadas es que no solo las mueve una inspiración «democrática» cuestionable, sino que ahora la arropan con la obligación moral de volver a Dios a los salones de gobierno que constitucionalmente son laicos, derribando en un segundo el avance humano de la libertad de credo por un fundamentalismo religioso que tiene la visión inequívoca de que su fe es solamente la correcta.
Es decir, Bolivia nos revela que hay una pandilla de fanáticos en el continente resuelta a matar y mentir en nombre de Dios y la democracia, y que actúan peligrosamente convencidos de estar en el lado exacto de la historia, el deber y la moral, que relativiza la condición humana de indígenas y «comunistas», y que interpreta la resistencia a su dogma como la oposición diabólica al proyecto mesiánico de imponer el bien sobre el mal.
La lección boliviana nos enseña que no solo hay una renovación de la derecha, sino que tampoco hace falta crear las condiciones de una crisis económica para disgustar a una parte de la población con otra para derrocar al Presidente que mejor lo estaba haciendo en América Latina.
Lo que pasa en Bolivia nos confirma que la compasión humanitaria de las potencias de Occidente es solo una excusa para «matar» y que sus organismos multilaterales son las a herramientas ágiles para desestabilizar a gobiernos progresistas.
Solo hizo falta sembrar una intriga, repetirla a la saciedad y atizar el odio para echarse sobre Evo con la acusación sospechosa de haber cometido fraude. La excusa la sirvió la OEA con la sugestión delicada de solamente hablar de «irregularidades». A los funcionarios de Almagro, con solo el 0.22 por ciento de actas «sospechosas», les bastó para suscribir la conclusión devastadora de que la reelección de Evo Morales era al menos cuestionable.
La lección boliviana nos enseña con dureza que están volviendo los tiempos de la fuerza y que la democracia no sirve cuando la derecha no gana. Que tampoco es suficiente la voluntad de la mayoría para disuadir del absurdo a los autoproclamados de ahora. Y que los neoconservadores no admiten la situación de regentar el continente sin otros colegas que no sepan mover la cola como ellos.
DesdeLaPlaza.com/ Carlos Arellán Solórzano