El 7 de diciembre de 1989, las autoridades de Texas (sur de Estados Unidos) autorizaban a inyectar un cóctel letal de veneno a Carlos DeLuna. Quince años después de su ejecución, una investigación periodística del Chicago Tribune denunciaba que se había ejecutado al hombre equivocado: DeLuna no era el asesino de Wanda López.
Dos juristas y dos bioestadísticos, han sido capaces de desenmarañar la red de errores judiciales que a veces termina con un inocente en el patíbulo. Sus resultados, publicados en PNAS, proporcionan un dato estadístico muy grave: al menos un 4,1% de los condenados a muerte habría sido exonerado de haber pasado el suficiente tiempo en el corredor de la muerte. Porque están allí debido a un error judicial, no a su culpabilidad.
Los investigadores, con el profesor Samuel Gross a la cabeza, insisten en que ese 4,1% es una cifra de lo más conservadora.
Por tanto, se podría deducir, de los 1.320 reos ejecutados desde 1977 en Estados Unidos, alrededor de 50 habrían sido inocentes. Es un cálculo que a cualquiera se le antoja tras conocer ese porcentaje, pero que los investigadores rechazan porque muchos de los condenados a muerte finalmente no son ejecutados, sino que pasan a otra situación legal, generalmente de cadena perpetua.
De este modo, habría un importante grupo de reos inocentes que mueren en la cárcel, en el olvido, sin más verdugo que el paso del tiempo y el propio sistema judicial. ¿No es este un problema tan grave como el de los inocentes ejecutados?
Sabemos que 7.482 acusados fueron condenados a muerte en Estados Unidos desde enero 1973 hasta diciembre de 2004 —el periodo estudiado por el equipo de Gross—, por lo que serían casi 190 los inocentes que recibieron el triste consuelo de una cadena perpetua.
“El resultado es que la gran mayoría de los inocentes que son condenados a la pena capital en los Estados Unidos no son ni ejecutados ni exonerados. Se les sentencia, o re-sentencia, a prisión de por vida, y luego se les olvida”, concluye el estudio.
Desde la Plaza/ Materia / AMH