Papa Francisco regañó duramente al gobierno y al clero mexicano

El papa Francisco, que recorrerá durante su estancia en México unos 300 kilómetros a bordo del papamóvil, no viene precisamente de paseo.

Ya desde su primer discurso en el Palacio Nacional, uno de los templos del poder laico mexicano, Jorge Mario Bergoglio puso el dedo en la llaga: “Cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano la vida en sociedad se vuelve terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte”.

El auditorio, compuesto por el presidente, Enrique Peña Nieto, y las máximas autoridades del país, le dedicó un aplauso cerrado y complacido, como si aquello tan grave no fuese con ellos. Pero no quedó ahí la reprimenda. Poco después, en la Catedral de la Ciudad de México, una de las sedes más conservadoras de Latinoamérica, completó su reprimenda con tirón de orejas a la jerarquía católica y sus continuas intrigas. “¡Si tienen que pelearse, peléense como hombres, a la cara!”, les dijo.

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En la Catedral, Francisco dirigió un largo discurso a los obispos mexicanos, cuyo retrato robot –elitista, apegada al poder, alejada de los verdaderos problemas de la gente, muda ante el azote de la pederastia y el narcotráfico—no coincide exactamente con los deseos del Papa para su nueva Iglesia. “¡Ay de ustedes si se duermen en los laureles!”, llegó a advertir Bergoglio a los obispos mexicanos en medio de un discurso en el que quedó claro el suspenso del Papa en las principales materias. Les pidió que salgan a la calle, que tengan “la mirada limpia”, que “no se dejen corromper por el materialismo trivial”, que no pierdan el tiempo “en habladurías e intrigas, en los vacíos planes de hegemonía, en los infecundos clubes de intereses”. “No se necesitan príncipes”, afirmó. Así recoge y publica recoge el diario ‘El País’.

La entrada del Papa en el Palacio Nacional simboliza el inicio de un nuevo periodo

Ante una jerarquía sobre la que todavía planea la macabra sombra de Marcial Maciel, el pervertido fundador de los Legionarios de Cristo, el papa Francisco dijo que “el pueblo mexicano tiene el derecho” de encontrar las huellas de Cristo en su Iglesia, y exigió a los obispos que sus “miradas sean capaces de cruzarse con las miradas de los jóvenes”, que “no minusvaloren el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa”, y que pongan “singular delicadeza en los pueblos indígenas y sus fascinantes, y no pocas veces masacradas, culturas”.

Las palabras de Francisco, apegadas al terreno, vinieron, como siempre, acompañadas de una carga simbólica. Así, la misma entrada del Papa en el Palacio Nacional, uno de los templos del poder laico mexicano, marcó la culminación de un proceso lento y agitado que dio comienzo en 1992, cuando México reanudó relaciones diplomáticas con el Vaticano. El paso, largamente negociado, lo puso en marcha el presidente Carlos Salinas de Gortari con una profunda reforma constitucional. Salinas, en aquel momento considerado un pragmático, actuó guiado por la constatación no sólo de que el país era aplastantemente católico sino que las trazas anticlericales que aún sobrevivían en PRI se habían convertido en un apéndice inútil y desfasado, que ni siquiera servía ya a la retórica oficialista.

Pero la relación que se inauguró en 1992 nunca fue fácil. Lejos de ganar fuerza, la Iglesia ha sufrido desde entonces un constante retroceso y su influencia política se ha miniaturizado. Golpes como el escándalo de pederastia de los Legionarios de Cristo, pero también la connivencia del alto clero con el poder ha propiciado una desconfianza natural entre los fieles. El catolicismo, bajo el empuje combinado de la secularización y las iglesias evangélicas y pentecostales, ha perdido terreno: hoy el 83% de la población se declara católico frente al 95% de 1970.

Bajo estas coordenadas, la entrada del Papa en el Palacio Nacional simbolizó más que el fin de un ciclo, el inicio de un nuevo periodo. Una mirada al futuro en un intento de recuperar terreno. El mensaje de Francisco lo dejó claro. Aunque ofreció la colaboración de la Iglesia católica con el Gobierno, en su primer discurso enfocó sus palabras a la población juvenil. “La principal riqueza de México tiene un rostro joven. Un poco más de la mitad de la población está en edad juvenil. Esto permite proyectar un futuro, un mañana. Un pueblo con juventud es un pueblo capaz de renovarse, transformarse”, dijo Francisco ante el presidente Enrique Peña Nieto.

Ese mensaje regeneracionista es el objetivo último del Papa. Los expertos señalan que Francisco necesita del apoyo de los fieles, pero también de la jerarquía para completar su programa reformista en México. La Iglesia local, atrofiada por décadas de papados conservadores, ha empezado a romper con el cascarón. Pero aún está lejos de haber tomado la iniciativa. Por ello, la visita, de cinco días, ha sido planeada como un revulsivo. Excepto en su primera fase, de claro sesgo institucional, cada etapa supone un viaje a la médula del dolor. Ecatepec, Chiapas, Michoacán, Ciudad Juárez. No hay paso que vaya a dar Francisco donde no se espere una convulsión. Un efecto bien buscado para separar nítidamente la figura papal del poder oficial (a diferencia de las edulcoradas visitas de Juan Pablo II y Benedicto XVI), pero que también pondrá al clero y su jerarquía ante la lista de deberes que tienen que cumplir.

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