Si me lo preguntan, el grupo del chavismo que rodeó y entró a la Asamblea Nacional el pasado 5 de julio, no debió estar ahí.
Así los haya animado la idea de propinarles seis horas de “trancazo” a los instigadores de las barricadas, la maniobra terminó mal para nosotros y convenientemente violenta para la oposición.
En estos momentos en que nos estamos jugando la paz todos los días, esa tentación de ceder ante la rabia, que puede ser justa, nos está costando el renovado escalamiento del conflicto interno en el ámbito internacional, donde estaba perdiendo cierto fuelle.
La concertación mundial de medios, ya saturados con las desgatadas imágenes “heroicas” de encapuchados en las calles, renovaron su narrativa de resistencia en Venezuela con la épica de un parlamento asaltado y el drama compasivo de cinco diputados heridos.
Al mismo tiempo, este episodio sirvió para desencadenar una comparsa de pronunciamientos de factores internacionales exigiendo el respeto a la solemnidad de la institución legislativa, revelando sin parches la sospecha de una indignación selectiva, que mira a donde quiere y habla cuando le conviene.
Si se trata de sacar lecciones de este capítulo que no debió suceder, lo menos malo que podemos celebrar es que sirve para hallar varias conclusiones que abonan el argumento de que los indignados de estos días tienen una nítida vocación de cínicos, un atributo que nos hermana más que antes, ya que según ellos, los cínicos estamos en la acera del chavismo.
Para no comprometer a más nadie que no quiera hacerlo ni decirlo, yo no acompaño la violencia de venezolanos contra venezolanos y menos por razones de diferencias políticas. Como tampoco deseo que durante las acciones de orden público se cometan excesos que opaquen el trabajo de contener con paciencia temeraria los desmanes de centenares de encapuchados que actúan al amparo de la impunidad.
En cambio, desde la vocería más decente y sensata del país, y fuera también, esa misma que no escatima ocasión para invitarnos a abrir los ojos, raramente se le achica la vista cuando son sus escuderos y seguidores quienes perpetran el atropello a los derechos ajenos en nombre de la democracia, exhibiendo ese tic tan chic de una indignación selectiva.
Descarnada y velozmente llaman a la violencia por su nombre y bárbaros a los que entraron en tromba a la Asamblea. Apuntan como un vil secuestro la acción de retener por varias horas a diputados y periodistas en el hemiciclo, obviando olímpicamente que los gloriosos trancazos que reseñan con letras de oro, hacen lo mismo a millones de venezolanos sin distinción.
Estos mismos que aúllan al cielo el crimen de vulnerar la institución parlamentaria, le hicieron ojitos simpáticos al piloto del CICPC que disparó y lanzó granadas a los edificios del Ministerio de Interior y Justicia y el TSJ, celebrando su osadía, su preparación de comando, su hobby de actor, su filantropía por los niños con cáncer, además de sus llamativos ojos verdes, soslayando la acción terrorista que cometió, barnizándolo como un espontáneo Rambo de Jesucristo, que pareciera solamente haber desplegado una inocente pancarta pidiendo “libertad”.
También inquieta que estos apologistas de la capucha se escandalizaron con las capuchas de “los colectivos” que entraron el 5 de julio a la AN, pero no hacen igual con quienes desde “La Resistencia” se tapan la cara para enfrentarse a la policía y la Guardia Nacional Bolivariana.
Como un boomerang que se les devuelve, ellos ahora también ejercen con agilidad la argucia supuestamente exclusiva de los chavistas de distinguir la violencia buena de la violencia mala, la capucha buena de la capucha mala, el trancazo bueno del trancazo malo, con una temeridad que no se despeina ante el desvelamiento de sus contradicciones.
Si real y sinceramente estos “indignados repotenciados” están en contra de la violencia, les faltaría hacer para rozar la coherencia, condenar también los destrozos que deja cada jornada de “protestas”, el saldo de gente prendida en candela por no detenerse en una barricada o por parecer chavistas, repudiar el secuestro de camiones que luego son quemados,señalar el ataque a almacenes de comida que han terminado incinerados por sus activistas, desmarcarse de los no uno, sino más de diez ataques a la base militar de La Carlota en Caracas, reprobar el incendio de instituciones públicas como la Dirección Ejecutiva de la Magistratura, sedes de alcaldías en el interior del país y el Ministerio de la Vivienda donde hay un preescolar, y ocuparse de la inocencia trastocada de niños y adolescentes, ahora devenidos en soldados de una causa, que en caso de conseguir su objetivo, no escatimarán luego en desecharles.
DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán Solórzano