Soy un venezolano que quiere a su país y a quien conmueve cuando alguno de los nuestros se ha tenido que ir por las razones tangibles que nos afectan a todos.
No soy de esa tropa que repite irreflexivamente “el que se quiera ir, que se vaya”, porque entiendo que hay quienes necesitando hacerlo, en el fondo no quieren.
Pero sí debo admitir que hay casos con los que uno hace excepciones y les dice apuradito: “pues váyase mijito”. Me refiero a esos que se desgastan en una carrera tenaz de quejas y que solo recitan el carácter aprovechado del “venezolano flojo” como si la nacionalidad que llevaran en la cédula fuera la de“marciano”.
A esos les habilitaría un puente aéreo humanitario con boleto de ida, sin distinción de opositores radicales o revolucionarios desencantados, quienes hacen la causa común de un desaliento suicida cuando mastican amargamente: “este país es una mierda”.
Embarcaría a todos aquellos “ciudadanos del mundo” que van renegando de su gentilicio “primitivo” reprochándole a Dios por qué no les mandó a nacer en Australia en vez de “este moridero donde solo se puede subsistir bachaqueando”.
Al margen de mi “confesión” política por la que muchos creen que uno es un “ciego selectivo” con “moral de plastilina”, soy de los que siente una gran pena cuando un talento se va por culpa de la inseguridad, del sueldo mínimo, la inflación y el sueño irrealizable de una casa, pero admito con franqueza que esa sensación descorazonadora se suaviza cuando también por el aeropuerto se ha ido más de un cretino sin ingenio que cree que por haber salido en avión ya merece ser contado en la estadística de “fuga de cerebros”.
Pero lamentablemente ese renglón de “descerebrados” no dejan de estorbarnos así sea desde la distancia, y lo hacen con la inmediatez de un tweet, de un post en Facebook, de una foto en Instagram o de un infeliz video en YouTube que nos pone a todos como a una raza incómoda de inmigrantes que publican decálogos infames que terminan diciendo que los ecuatorianos son feos, que todos los peruanos son indios o que los españoles huelen mal porque no se bañan.
Por cosas como estas, si por razones indescifrables de la vida un día me tocara la situación de irme, le pido a Dios con las dos manos juntas, no convertirme en uno de estos casos impresentables y que tampoco lo haga con el corazón renegado.
Le rogaría que se me corte la señal del teléfono, que se me terminen los megas, o me mande a un país con internet nefasto para no ceder a la tentación de la figuración ridícula a través de semejante propaganda antivenezolana compulsiva.
Mientras sigo aquí, soy un convencido de que no es malo quien se va ni un héroe el que se queda, porque pasa mucho que el que se fue quisiera volverse, y el que está aquí vive amargado porque quisiera irse para siempre.
Solo le pido a Dios que me siga sosteniendo en el terreno de los sensatos, de los desapasionados creyentes de una causa y de los talentos con algo de fortuna para que si un día me toca hacer la maleta, sentirme al menos reconfortado como “un cerebro que se va” en vez de uno “que se va sin cerebro”.
DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán Solórzano