Este martes 3 de octubre pasé por el mismo local donde habitualmente compro el desayuno cuando no lo llevo hecho desde casa, y volví a notar que el precio había aumentado.
En cosa de un mes, la misma empanada incrementó su costo tres veces, pasando de 2000 hasta 3500 bolívares, sin que mediara un escándalo de clientes ni el aviso apenado de los dueños.
Sobre el cartel donde anuncian las comidas volvieron a colocar varios parches con el nuevo precio de todo, pero a la vez con la previsión de no fijarlos demasiado para cuando haya que cambiarlos otra vez, como si estuviéramos ya resignados a una competencia inflacionaria en la que se ha perdido la compasión y el asombro.
Cada vez que pago en aquel lugar, me acuerdo de las veces que me dije “¿y cuándo tocaremos fondo?”, sintiendo que vivimos la penitencia de estar cayendo siempre, aburridos de esperar sin caer, experimentando un vacío sin fin que se ha vuelto un modo de vida tan cotidiano como el ingenio de no dejarnos morir de hambre.
¿Qué si no siento rabia por todo esto? Pues claro que sí. Y peor cuando pienso que somos rehenes de errores por defecto de funcionarios bien o mal intencionados, de políticas rosqueadas hasta el desgaste, vulnerabilidades económicas, inflación, especulación y el chantaje de una pandilla de ambiciosos que nos quieren ahogar con sanciones financieras “hasta que Maduro se vaya”.
Me alarma que este problema se agudiza y que desde el gobierno las medidas para aplacarlas se demoran con un peligro temerario, dejando que se dibujen distorsiones increíbles como la de los cauchos, que por ejemplo en siete meses, uno de tipo “rin 14” haya pasado de 145.000 hasta casi dos millones, sin que todas las utilidades de un año trabajado alcancen para resolver el lujo de no andar a pie.
¿Acaso atajaremos el problema económico hasta que los ministros y dirigentes compren su desayuno y paguen sus propios cauchos?
A estos dos ejemplos puntuales, se añaden los costes de matrícula y mensualidades en los colegios privados y universidades, que son uno de los tantos tormentos de casi todos los hogares del país, sin dejar a un lado la odisea de poder comprar tranquilos en el mercado sin atormentar a Dios o a una mamá ajena cuando hacemos recuento de un cartón de huevos que supera los 34.000 bolívares, la harina de trigo por encima de los 16.000, el papelón a precio de lujo, los tomates con ínfulas de importados o el asombro de la carne que pareciera la traen picadita en bandejas desde Nueva Zelanda.
El problema económico es sin exageración el tema más comentado entre la gente, incluso, superando el renglón de la inseguridad, porque la especulación nos quita a todos y todos los días, lo que no alcanzan a quitarnos todos los ladrones juntos en una epopeya de robos callejeros en 24 horas continuas de asaltos durante todo el año.
Entre los escándalos más mencionados de nuestra cotidianidad está el del queso, cuyo valor aumenta con la eficacia de una fórmula de capricho y dólar negro, como si lo trajeran importado con divisas, pero que la gente sigue comprando ahora a razón de centenares de gramos, ya que dejar de comer no es una alternativa cuando tenemos la esperanza de estar vivos para cuando la calma llegue por fin y sin recetas neoliberales.
DesdeLaPlaza.com/Carlos Arellán