Por Rafael Arbonara Hace unos días, me pidieron unas palabras sobre García Márquez y su obra. Me enfrenté a la penosa obligación de escribir algo que no deseaba, pero ser crítico literario implica cumplir con ciertos compromisos, particularmente cuando se trabaja en un espacio que siempre se ha mostrado respetuoso con mis opiniones.
La muerte de un escritor laureado suele provocar devociones histéricas, salvo cuando se trata de un autor que ha nadado contra la corriente. Pienso en José Bergamín o en Alfonso Sastre. Bergamín sufrió toda clase de agravios por su apoyo a la izquierda abertzale y su pasado de antifascista insobornable, que incluyó una oposición firme, valiente y clarividente contra la Transición.
Con una trayectoria similar, Alfonso Sastre aún vive, pero se le ha marginado sistemáticamente de los grandes medios por sus convicciones políticas.
Ser un comunista libertario que cree en el derecho de autodeterminación de los pueblos no está bien visto. Es una actitud radical, que desagrada a los editores, ávidos de ganancias.
Cuando desaparezca (y espero que sea lo más tarde posible), las necrológicas serán discretas y, en muchos casos, proliferarán los exabruptos, por supuesto en nombre de la libertad, la democracia y los derechos humanos. García Márquez prefirió arrimarse al poder y, en la hora de su muerte, ha cosechado un clamor de alabanzas.
Hace unos días, el ex presidente Betancur, con 91 años, admitió no saber si García Márquez era de izquierdas o de derechas, asegurando que era absurdo hablar en esos términos, pues “son denominaciones obsoletas”.
El ex presidente Pastrana ha afirmado que Gabo era un liberal que “evolucionó cómo evolucionó la izquierda. No era radical”. En Aracataca, pueblo natal del escritor, se ha recibido la noticia de su fallecimiento con relativa indiferencia. Algunos se han quejado de que su famoso y multimillonario compatriota no haya realizado ninguna donación a una paupérrima comunidad de 45.000 habitantes, sin servicio de agua potable y con grandes carencias materiales.
El tumulto que ha levantado la muerte de García Márquez me ha recordado la oleada de homenajes recibidos por Nelson Mandela. Es indiscutible que Mandela hizo mucho más por Sudáfrica que García Márquez por Colombia, pues pasó 27 años en la cárcel y renunció a la libertad, cuando se le ofreció a cambio de abandonar y condenar la lucha armada. Madiba acabó con el apartheid, pero pactó con la oligarquía blanca, comprometiéndose a no introducir cambios revolucionarios en cuestiones económicas.
Hoy en día Sudáfrica es uno de los países más desiguales y violentos del planeta. En Colombia, la situación no es mejor. Dicen que García Márquez era vanidoso y sibarita. Lo primero es irrelevante, pues suele ser el pecado capital de todos los artistas. En cuanto a lo segundo, no sé a cuánto asciende la fortuna personal del escritor, pero desde luego supera el patrimonio del vilipendiado Hugo Chávez.
Gracias a las gestiones de Carmen Balcells, hada madrina de los plumíferos ambiciosos, se le llegaron a pagar casi 2 millones de dólares como anticipo por cada libro. Solo Isabel Allende, triste imitadora de García Márquez, ha cobrado cantidades semejantes en el mercado de las letras hispanoamericanas. Se han vendido 30 millones de ejemplares de Cien años de soledad. Algunos dirán… ¿y qué? ¿Qué tiene de malo el dinero? Pues creo que el dinero o, mejor dicho, el amor al dinero es la piedra fundacional de la economía capitalista. Airado, un escritor chileno, que al parecer era amigo de García Márquez, me dijo que no era un explotador ni un burgués. Yo creo que sí era un gran burgués, que amaba el caviar, el champán y la langosta. No era un burgu
El Che se negó a disfrutar de ese privilegio, alegando que su obligación como revolucionario era compartir las penalidades del pueblo cubano. Comenzó a circular entonces el rumor de que Aleida, su segunda esposa, pedía dinero a escondidas para llegar a fin de mes. Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso entre 1984 y 1987, actúo del mismo modo durante sus años en el poder, ganándose el apelativo del “Che africano”. Sankara se asignó un sueldo de 450 dólares, se negó a instalar aire acondicionado en su despacho, vendió la flota de Mercedes-Benz del anterior gobierno y convirtió el Renault 5 en el nuevo coche oficial. Su final fue idéntico al del Che, Patrice Lumumba e Ignacio Ellacuría. Todos fueron asesinados por militares al servicio de las oligarquías, con la complicidad y el apoyo de Estados Unidos.és en el sentido marxista del término, pues no era propietario de los medios de producción, pero sí en un sentido más moderno y convencional. Amaba el lujo y se relacionaba con los poderosos de la tierra. No se diferenciaba mucho de su eterno antagonista, el furibundo neoliberal Mario Vargas Llosa, que le pegó un puñetazo en el ojo por razones aún desconocidas. Ambos pasaron por el sarampión juvenil de querer cambiar el mundo y, apenas llegó el éxito, descubrieron que era mucho más cómodo disfrutar de los grandes placeres del mundo. Ninguno tomó partido por el pobre, el paria, el enfermo o el excluido. Ninguno salió a la calle a defender sus derechos, aprovechando su influencia para luchar contra la explotación y la desigualdad. Presuntamente, García Márquez no era un explotador. No sé cómo trataba a sus empleados, pero está claro que nadaba en la ciénaga capitalista como pez en el agua. Imagino que alguno me atribuirá envidia. No sé si en mi inconsciente late el anhelo de lujo y riqueza. Si es así, intento reprimir ese impulso dañino y mezquino.
Escribe Jon Sobrino: “el ideal de libertad ha fracasado en la sociedad moderna. No lleva ni a la justicia ni a la solidaridad. […] No solo existe la injusticia estructural, la violencia estructural, sino que existe también el encubrimiento, la tergiversación y la mentira institucionalizada”. Esto es posible porque escasean las voces comprometidas y sin miedo, fundamentalmente porque los ricos y poderosos movilizan todos sus recursos para captar, descalificar o silenciar a los pocos disidentes con la posibilidad de influir en la opinión pública. “No es posible reinar y ser inocente”, declaró Saint-Just. Del mismo modo, podríamos decir hoy: “No es posible ser millonario y ser inocente”. La acumulación de dinero es una obscenidad en un mundo con millones de hambrientos, pobres y excluidos.
La Comuna de París estableció que los funcionarios públicos –incluidos los altos cargos- no debían cobrar en ningún caso un salario superior al sueldo de un obrero. Creo que se debería aplicar el mismo criterio a escritores y artistas. Indiscutiblemente, la inmensa mayoría se rebelaría con la furia de Medea. Esa reacción demuestra que no producen arte, sino entretenimiento, pues el verdadero arte es radical, humano, solidario. Sartre renunció al Nobel. Su gesto le dignifica. García Márquez prefirió cenar en la Casa Blanca, lo cual retrata el tamaño de su ambición. En cualquier caso, da igual lo que yo diga. Seguirán sonando las fanfarrias y los hipidos de las plañideras. El ruido suele ser el mejor aliado del poder e hipnotiza a las masas, con su miserable estrépito. Finalizo con una cita de Sobrino: “Lo más necesario y urgente es luchar contra un sistema mundial que produce injusticia, muerte, indignidad, exclusión, [pero] solo unos pocos quieren hacerlo en serio”. Solo unos pocos.
Tomado de iniciativadebate.org