Todavía recuerdo muy claro los más afamados dibujos que hice durante mi infancia, por lo menos los que más disfruté hacer. Se trataba de unos paisajes playeros muy bonitos, llenos de palmeras, sol y nubes sonreídas y en el mar una docena de tiburones destrozando gente, con pedazos humanos en su boca y flotando en el agua, todo adornado con un uso saturado del creyón rojo. Las maestras preocupadas llamaron a mis padres en busca de respuestas: había visto en televisión la película de Steven Spielberg, Tiburón. Tenía entonces cinco años.
Más tarde mi obsesión por el creyoncito colorado se avivó cuando vi las muchas versiones de Drácula que saturaban la pantalla chica por allá en los años 80. Era abundante el festival de cuellos sangrantes perforados por colmillos pintados con grafito. Más tarde, y gracias a películas como “Platoon” o “Rambo”, las páginas de mis dibujos se llenaron de gente llevando plomo parejo. Como mi mamá ya no sabía qué más hacer con mis dibujos sangrientos, hizo algo que aún no había probado: cambiar el canal de TV.
Sólo los psicólogos están facultados para interpretar los dibujos infantiles, pero no hay que ser adivino para llegar a la conclusión que las ilustraciones de los chamos son la consecuencia de lo que están viviendo, algo que les llama la atención, algo que le gusta, lo que les da miedo o lo que les impacta. De pequeño le tenía mucho miedo a ver la sangre, tal vez por eso la pintaba por todos lados, ayudado por las películas que por descuido de los adultos yo miraba con más atención de la debida.
Los dibujos de los chamos son la expresión más genuina de cómo perciben el mundo que les rodea, también son una guía para detectar prematuramente algún trauma en su crianza. A principio de 2016, las redes sociales en Venezuela se conmocionaron con la publicación del dibujo realizado por una niña que expresaba que de grande quería ser “malandra”, y acompañó su extraña voluntad con la figura de una chica que había disparado contra una persona que yacía en el suelo. Mucho más preocupante fue la molestia de la niña de diez años cuando su maestra le dijo que “malandra” no es una profesión.
Es un lugar común decir que la educación se recibe en casa y la formación en la escuela, pero no nos podemos cansar de repetirlo para evitar que se sigan repitiendo los patrones que conduzcan a nuestros niños a situaciones psicológicas como la mencionada arriba. La moral que enseñamos en casa a nuestros hijos, debe ser tan fuerte que ni el entorno más hostil pueda quebrantar sus voluntades. No es cierto que los niños que crecen en sectores populares tengan la delincuencia como único destino, ni que los niños formados en abundancia, serán exitosos y honestos. Todo depende de los principios que les inculcamos y de la fuerza de esos valores.
Por el momento Miguel sigue dibujando carros de carrera, mapas de países, el Sistema Solar a todo color y hace poco se inventó la ciudad de los números y las letras, donde tanto unos como otros conducen carros, viven en casas y cruzan la calle por el paso peatonal. Mientras tanto, mis tiburones, vampiros y mercenarios miran con envidia, desde algún lugar de mi pasado, el sitio de honor que ocupan en la nevera, paredes y carteleras de la casa, los dibujos de Miguelito.