¡Estoy vivo de milagro! Y como yo, toda una generación de hombres y mujeres que crecimos en un mundo mucho más hostil para los niños que el que tenemos hoy. Sobreviví a aquel accidente aparatoso, cuando tenía nueve años y manejé una bicicleta sin frenos que en una curva cerrada me dejó colgado en una oxidada cerca de alambres de púa. Me salvé junto a mi hermano de ser aplastados por una pared podrida que se vino abajo justo cuando saltábamos a buscar un balón en una casa ajena. Colecciono cicatrices producidas por toboganes, columpios, sube-y-baja y cuanto aparato de hierro había en aquellos parques infantiles.
Era la nuestra una vida llena de peligros, en la que la antitetánica era nuestra compañera infaltable. Hoy tenemos unos parquecitos muy aerodinámicos ellos, muy coloridos ellos, muy seguros ellos, hasta el punto que el riesgo mayor para un niño, se limita al peligro de hacinamiento en esa suerte de ratonera gigante. Donde había grama hoy tienen alfombras, donde habían piedras hoy tienen arena, donde había metal corroído, hoy hay plástico redondeado, liso y sin puntas cortantes.
¡Pero sobrevivimos! Aquellos niños inquietos y llenos de cicatrices, hoy somos padres obsesionados con la seguridad de nuestros hijos. El bombardeo publicitario que nos vende la seguridad como un derecho humano, nos ha vuelto paranoicos con la crianza delicada de unos chamos que viven muy sanos, pero están creciendo con una idea distorsionada de cómo defenderse.
Los padres del siglo XXI somos padres sobreprotectores, que tenemos cuidados excesivos con los chamos, que evitamos a toda costa que los niños aprendan por sí mismos las lecciones que la vida les da. Tenemos tanto miedo de que les pase algo, que les estamos proyectando a ellos el miedo por el mundo que están conociendo. Para algunos padres, el fatal que un niño se caiga y se raspe las rodillas, cuando es una de las cosas más normales en la historia de la humanidad. Los protegemos de conflictos con otros niños, como si con ello los eximimos de conflictos futuros.
Si alejamos a nuestros hijos del riesgo, los estamos alejando de la posibilidad de desarrollar sus propios mecanismos de defensa, los volvemos arrogantes, vulnerables y bajos de autoestima. Si tras cada caída de nuestros chamos, corremos en su ayuda inmediatamente, los estaremos condicionando a que siempre habrá alguien (en este caso nosotros los padres) que resuelva los problemas por ellos.
El mercado nos condiciona a tomar medidas cada vez más duras en materia de seguridad y si se trata de proteger a quienes más amamos, el mercado sabe que no escatimaremos gastos. Pero la sabiduría de nuestras madres y padres nos enseña que “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”. Asfixiar a los peques porque está de moda, o porque la obsesión por la seguridad así lo exige, nos llevará a criar personas que de adultos no se sabrán defender de nada. Después de todo, mamá y papá nos cuidaron tan bien en aquel mundo hostil que describimos arriba, que aquí estamos de pie y luchando contra otras adversidades.