Desde pequeño siempre me pregunté quién era ese “Señor” al que mi mamá le pedía paciencia cada vez que mis hermanos o yo hacíamos alguna travesura. Ya más grandecito comprendí que se trataba de una plegaria al Altísimo y mucho después entendí qué es eso de la paciencia. Por último, entendí por qué mi mamá le pedía paciencia al Creador, pues ningún ser humano viene dotado satisfactoriamente de esa condición cuando se convierte en padre.
La Real Academia de la Lengua Española define paciencia como la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse. Casi nadie pone cara de felicidad cuando las palabras “padecer” o “soportar”, figuran entre las opciones que debemos enfrentar, por lo que es de suponer que la cosa no debe ser tan agradable. La explicación de lo expuesto viene del origen de la palabra “paciencia”, que en latín se pronuncia “pati”, que significa “sufrimiento”.
Los que asumimos la paternidad con la seguridad del caso, debemos atender a tres pilares fundamentales en la crianza de nuestros chamos: amor, constancia y paciencia. Aunque hoy sólo abordaremos la paciencia, todos tienen igual importancia, se complementan y es casi imposible tener éxito en uno si alguno falla. Algunos filósofos definen a la paciencia como un arte, y para desarrollar cualquier área artística, lo básico es ponerla en práctica una y otra vez, perfeccionar la técnica, pulir los detalles, lograr la excelencia.
Pero bien sabemos que la perfección no existe ni en la más bella de las artes. La paciencia es una característica de madurez y sería inapropiado exigirla a niños menores de tres años, que apenas están descubriendo la vida. Mientras el padre y la madre van desarrollando sus técnicas de padecer y soportar, el niño va aprendiendo por modelaje las conductas más apropiadas para tolerar ciertas frustraciones que le puedan ocasionar algunos retrasos naturales en las cosas que desean.
Es una forma de aprendizaje bidireccional. El niño aprende que no todo lo que requiere lo va a obtener de manera inmediata y sin una cuota de esfuerzo, y los padres aprenderemos que los resultados de este proceso de formación de buenos seres humanos, no aparecerán como por arte de magia en el comportamiento de nuestros hijos.
Algunas estrategias que podemos poner en práctica para hacer que los chamos desarrollen el “arte” de la paciencia, pueden ser: enseñar buenos modales y no interrumpir conversaciones, explicar todas las veces que sea necesario por qué debemos esperar, cumplir nuestras promesas siempre para enseñar el valor de la palabra empeñada, aprender a esperar su turno por respeto a los demás y sobre todo ser muy comprensivos.
Pero como ya hemos convenido, el aprendizaje de la paciencia es un proceso en dos direcciones. Bajo nuestra responsabilidad, debemos poner en práctica estrategias como dar el ejemplo siempre, respirar profundamente antes de levantar la voz al reprender, evitar por todos los medios el maltrato verbal y físico, tener siempre presente que somos su modelo a seguir y que toda conducta que ellos observen en nosotros, será para ellos interesante de copiar.
Cuando estemos al borde de perder la calma, tal vez resulte elevar la plegaria de mi querida madre: “¡Señor, dame paciencia!”. Después de todo, ella parece haber tenido algún éxito con aquellos clamores que por obra y gracia de la divinidad, hicieron que alguien acudiera en su ayuda para que no perdiera la paciencia con mis hermanos y conmigo.