Cuando ocurren hechos delicados que conmocionan a nuestras sociedades, lo primero que pasa por la cabeza de todo padre responsable es pensar en la seguridad de sus hijos. En un país como Venezuela, con una crispación política tan volátil y más concretamente en nuestra capital Caracas, esos pensamientos resultan muy recurrentes.
Uno quisiera a veces meter a los chamos en una burbuja aislante donde ni una pizca de odio pueda alcanzarlos. Uno quisiera ser un poco como el actor italiano Roberto Benigni en su película “La vida es bella”, para pintarle un mundo de juegos en medio de la dura realidad que se palpa en la calle, se mira en la TV y se mete por los recovecos de nuestras familias. Pero desafortunadamente eso es imposible puesto que los niños son seres sociales tanto como nosotros sus padres.
El país tiene dieciocho años formando niños que odian. Pero no es a través de un currículo educativo o de cátedras especiales que se les brinden en las aulas de clases. Lo hacen porque copian el modelo de sus padres y madres fanatizados políticamente, emulan a los abuelos que a cambio de consentirlos, les regalan lecciones de desprecio; copian a sus maestros que en vez de moral enseñan intolerancia. Lo hace toda una sociedad que no prepara suficientes espacios para que los niños crezcan sanos mentalmente.
La sociedad venezolana actual parece empujar a los chamos a creer que si alguien piensa distinto a su círculo, es distinto a los de su círculo, vive en un sitio diferente a los de su círculo, entonces de forma automática ese alguien es su enemigo. Y basta con poner especial cuidado a sus conversaciones lejos de los adultos, allí donde son ellos mismos. El resultado no va a gustarnos porque será nuestro propio reflejo visto en unas criaturas aún inocentes, pero con el odio heredado de varias generaciones.
Matar la inocencia
Hace poco conocí la historia de Amanda, una niña de seis años a quien su padre, de tendencia chavista, obligó a disfrazarse en carnavales de “Manuelita Sáenz”, pues a su criterio los disfraces de princesas “son una vaina imperialista que le lava el cerebro a las mujeres”. Lo más curioso es que Amandita tampoco quería disfrazarse de princesa, ni de reina, ni de ningún personaje de las caricaturas “imperialistas”; la niña quería disfrazarse de mariposa, traje que a juicio de su padre se parecía mucho al de las hadas de los “cuentos alienantes” y no permitió que la niña lo vistiera. Resultado: los carnavales más tristes de Amandita, a quién su padre no supo ni siquiera explicarle bien quién era Manuela Sáenz.
También supe de la historia de Johan, un chamito de cinco años de padres súper chavistas, pero de abuelos opositores. Sus padres aún no le han contado del cambio de paisaje de Hugo Chávez porque para ellos (y también para Johan), el líder socialista “se encuentra en todas las cosas buenas que somos y que hacemos”. Por eso el niño no duda en hablar de Chávez cuando considera que hay algo bueno en un gesto o una acción, y así lo hizo con sus abuelos.
La doña no dudó un segundo en develarle la verdad al pequeño Johan, y no lo hizo para defender la veracidad de la información, sino con la saña de quien se siente victoriosa ante la muerte de otro ser humano al que despreció en vida. Resultado: la irracionalidad asesinó uno de los referentes morales, que guste o no, formaban parte del imaginario del pequeño Johan.
Dicho esto debemos considerar algo: la política sí es un asunto para niños, porque ellos son tan ciudadanos como los adultos y tienen derechos y deberes en nuestras leyes. Lo que definitivamente no es para niños, es el fanatismo político, ese que rompe, que quiebra, que destruye. Nuestro deber nuevamente es actuar pedagógicamente los asuntos de la política con los chamos, porque hay que seguir apostando a que ellos sean mejores que nosotros.