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¡Papá, juega conmigo!

Todavía no entiendo cómo hay muchos padres que ponen cara de aburrimiento cuando sus hijos los invitan a jugar. Algunos ponen cualquier excusa para librarse del “compromiso”, evasivas que siempre resultan mucho más aburridas que los juegos a los que invitan los chamos. Que si la falta de tiempo, que si va a ver una película, que si estoy cansado y otras por el estilo. No se dan cuenta de lo mucho que se pierden.

En primer lugar el juego entre padres e hijos es un vínculo de socialización natural, casi primitivo, y además implica la consolidación de relaciones filiales que a veces la genética no transmite. A ello se suman diferentes componentes afectivos, en los que padres e hijos se identifican y reconocen en el otro y dan firmeza a los vínculos amorosos entre las partes involucradas.

El juego sirve también como mecanismo de enseñanza. A través de la recreación de pequeños ejemplos de conducta, moral, relacionamiento con otras personas y normas de convivencia, podemos educar y corregir algún comportamiento inadecuado de nuestro hijo. Muchas veces al jugar podemos enseñar mucho más que con un regaño, un castigo o una nalgada que nunca debe emplearse.

Pero lo más importante de todo es que el chamo aprende a ver en sus padres, un amigo. Ese vínculo que no se destruye jamás y que va cambiando y mejorando con el tiempo, cual buen vino. Crear una amistad a temprana edad con nuestro hijos, nos ayudará cuando éstos atraviesen la compleja etapa de la adolescencia, donde papá y mamá deben servir de orientadores y confidentes. Sin una buena base de amistad, será difícil crear esa confianza necesaria para procesos venideros.

Dicho todo esto, vuelvo al inicio: no entiendo por qué hay padres que evitan jugar con sus hijos. Bastantes argumentos lógicos (dignos de los adultos) ya hemos dado, pero los mejores argumentos se encuentran en la sonrisa, la creatividad y la mirada emocionada de los chamos cuando nos dedicamos a jugar con ellos. Además, ¡resulta tremendamente divertido! He visto padres tejer trenzas a sus niñas y peinar muñecas, madres que intentan batear de hit para que el chamo recoja el roletazo, inventar castillos con sábanas y cobijas, convertir la cama en un carro de carreras… en todas esas aventuras hay un elemento común: la risa.

Es la risa que convierte la espalda de papá en la de un caballo, la que construye una ciudad en una habitación, la que nos hace saltar adoquines en las aceras sin pisar la línea que las separa, la que incita a la creatividad permanente. Esa risa que dejará grabados momentos inolvidables en las memorias de los involucrados. Risa bonita, risa bendita.

A Miguel le gusta jugar al fútbol con la pasión de una estrella mundialista, le gusta jugar con la pista de carros como si se disputara una válida de Fórmula 1, le encanta armar trenes con tacos de colores y simular que viaja en el Metro de Caracas, se deleita con sus carros simulando el tráfico capitalino y se inventa sus propias señales de tránsito, adora dibujar gatos, mapas, planetas, la ciudad de los números y la ciudad de las letras. Todo esto lo conozco porque juego con él siempre y todavía no sé cuál de los dos se goza más la experiencia.

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