No sé exactamente cuándo pasó, pero pasó. Las navidades no son lo que eran, y no lo digo por esa suerte de nostalgia natural que embarga a los que ya cruzamos algunas esquinas, sino porque como hecho cultural manifestado por seres humanos que evolucionan, estaba destinada a cambiar.
De repente a alguien se le ocurrió que los colores rojo, verde y blanco, característicos de la navidad, debían sustituirse por violeta un año, el siguiente por azul eléctrico y plateado, el otro por verde manzana y así según lo determinara la moda o las ocurrencias de algún excéntrico. También nos impusieron que el espíritu de la Navidad llega el 21 de diciembre y que los pinos canadienses representan una costumbre muy venezolana.
Todo esto es relativamente nuevo para mi generación, pero nuestros ancestros seguramente vivieron cambios similares cuando se sustituyó el pesebre por el arbolito de navidad, las decoraciones coloridas por muñecos de nieve y la entrada en escena de un gordito rechoncho y vetusto, ataviado de los colores de una marca de refresco y que fue seleccionado para traerle los juguetes a los chamos en lugar del Niño Jesús.
En mi infancia lo llamaban San Nicolás y sobre él mi familia no tenía mayor información que “es el señor que ayuda al Niño Jesús a traer los juguetes, porque son muy pesados para él”. Crecí viendo como el “ayudante” comenzó a serrucharle “culturalmente” el puesto al Niño Dios, y poco a poco en el cine, en los afiches, en la publicidad y en el colegio, el gordito bonachón se quedó oficialmente con el coroto y le quitó el sentido mismo de la Navidad que es la celebración del nacimiento del chamito aquél de Belén. Eso es lo que algunos políticos neoliberales llamarían “espíritu de superación”.
Ahora lo llaman simplemente “Santa”, y los niños le piden más que los marabinos a la Chinita. El apodo es un diminutivo de Santa Claus, nombre que junto a Papá Noel y San Nicolás recibe este personaje sincretizado por el cristianismo desde la cultura nórdica y tomado como imagen del popular refresco en el siglo XX. Es decir, la cultura que antes modificaban las tormentosas colonizaciones a lo largo de muchos años, lo logró la publicidad en un par de décadas.
Entendido el hecho de que todo cambia, quedarse en la simple evocación de un pasado que ya se nos fue, resulta al menos necio. Pero cuando se paga el precio del desarraigo, el desapego y la falta de identidad, es muy difícil evitar que el proceso sea traumático. Independientemente del aspecto religioso, la Navidad representa el cierre de un ciclo y el nacimiento de otro, cosa que para el espíritu humano continúa siendo algo muy importante. Pero si banalizamos esa importancia y la convertimos en mercancía, restamos valor a todo lo bueno que esa manifestación cultural nos regala.
Cada Navidad de mi infancia fue un regalo de mis padres que me marcó más en lo emocional que en lo material. Las historias de las peripecias que tenía que hacer el Niño Jesús para burlar mi curiosidad, las luces de bengala para hacer más llevadera la espera, las piyamas nuevas para esperar sus regalos, escribir la carta con el encabezado “Querido Niño Jesús”. Era tanta la magia que mis hermanos y yo vivimos, que no la puede borrar un cambio de significado y significante. Para mí siempre la Navidad me moverá los recuerdos de aquel niño que no sé cómo se las ingeniaba para traer tanto juguete a tanto chamo.
Miguel ya escribe y dirigió su carta al Niño Jesús. De eso se trata la magia.