Por: Randolph Borges
“Si ese niño fuera mi hijo, ya lo hubiese matado”. La frase no pertenece a una madre furibunda, ni a un padre maltratador. No la pronunció alguien desesperado por lo que considera un comportamiento reprochable en un niño. NO. Esa frase la dijo un infante de unos 8 años que se encontraba en la sala de espera de un consultorio odontológico infantil, y la pronunció mientras levantaba su mirada de fuego, que la mayor parte del tiempo estaba clavada en la pantalla de una tablet, en la que jugaba un violento juego de videos.
La contundente frase la dedicó a otro niño que en su espera, se dejaba arrastrar por el vuelo de un avioncito que en la punta de los dedos de su mano, parecía llevarlo por toda la sala. El comentario mortal del niño fue recibido como una gracia por otros infantes que acto seguido, comenzaron a atacar con palabras de desprecio al pequeño que soñaba con el vuelo de su juguete.
El niño del avioncito es Miguel, que a sus cuatro años sigue pensando que no se debe “jugar con pistolas” y ve como un hecho abominable que la gente “se dé puños”. Por fortuna, el pequeño Miguel no supo en ese momento, que era víctima de su primer bullying. No se percató de que a veces ser diferente en este mundo de uniformes, conlleva a la burla y el desprecio por parte de quienes son parte de ese sistema por convicción o por imitación.
Como era de esperarse, cuenta la madre de Miguel que lo acompañaba a su consulta, los padres de esos niños no despegaban los ojos de sus teléfonos celulares en dedicado chateo, otra señora discutía airadamente por teléfono con quien se suponía era su pareja, alguno levantó la mirada contemplando el espectáculo y desvió su atención a cualquier mosca que pasaba por allí. Ninguno estuvo pendiente o reprochó la conducta de sus niños. Normal.
No hay duda, hemos naturalizado la violencia en nuestra sociedad. Nos convertimos por imitación, por necesidad y por convicción en seres violentos que educamos y formamos más seres violentos. El mundo que vivimos observa con naturalidad a un chamo que a diario asesina millones de muñequitos en un aparato portátil y que grita a viva voz que desearía matar a otros niños. El mundo que vivimos ve con desprecio al niño que juega a volar un avioncito de juguete y le cuestiona su propia condición de inocencia. Un mundo que perdió la ternura y abrazó la crueldad.
Agradezco no haber estado allí, porque el del comportamiento violento contra tanto padre irresponsable, hubiera sido yo. Pero también agradezco el aprendizaje familiar, agradezco el rostro decepcionado de la madre de Miguel al borde del llanto cuando me contaba esta historia. Agradezco la inocencia que brilla hasta encandilar en el alma de Miguel y sobre todo agradezco ser el padre de un chamo tan excepcional. No será uno del montón, no será fácil etiquetarlo.
A fin de cuentas, de eso se trata nuestro paso por el mundo: de dejar huellas imborrable por donde se anduvo.
Cuando pienso en mí mismo como padre, me veo muy lejos de alcanzar la perfección. Mis defectos como papá son tantos como mis defectos como persona. Pero me mueve un amor infinito hacia mi hijo que me hace buscar los caminos más idóneos para que él sea mejor que yo en todo, para que me supere y para que se supere día a día. Para que ame, para que ría, para que viva. Criar a los hijos con amor los aleja del odio, de los malos deseos y pensamientos, pero lo más importante es que les enseña también a amar.