Nuestros abuelos (quizá nuestros bisabuelos), daban mucha importancia al valor de la palabra empeñada. En aquellos tiempos se solía decir que “la palabra es lo único que tiene el pobre” o que “palabra dada, palabra empeñada”. Con el correr del tiempo, también parece haberse discurrido ese concepto y aquello de la “palabra de honor” para muchos resulta una pieza de museos o algo que pertenece a los libros de historia.
Pero nuestros ancestros no estaban tan pelados con ese empeño de cumplir y hacer cumplir la palabra comprometida, pues resulta que si de crianza de chamos se trata, dejar de cumplir lo que prometemos puede ocasionar daños conductuales de por vida.
Lo primero que debemos considerar en este contexto es que se trata de un asunto esencialmente moral, de moldear los principios que enseñamos a nuestros hijos y que por ende constituyen la columna vertebral de la personalidad de ellos. Una vez entendido este punto, podemos revisar otras de las consecuencias de no dar importancia al cumplimiento de las promesas y la palabra empeñada a los pequeños.
Cuando por alguna razón dejamos de honrar los compromisos adquiridos con los chamos, lo primero que causamos en ellos es una profunda decepción, y estoy seguro que ninguno de nosotros -padres amorosos- desea ver en los ojitos de ellos esa mirada estropeada que denuncia que algo se rompió dentro. La decepción nos llega cuando nos sentimos traicionados por algo o por alguien, y tampoco creo que un padre o madre quiera ser visto por su pequeño como traidor.
Otra consecuencia derivada de faltar a la palabra empeñada es la rabia, sentimiento que comúnmente viene después de la tristeza del decepcionado. Esa rabia es canalizada por lo niños con un comportamiento distinto, que es evaluado por los adultos como “malcriadez” y el resultado es el castigo. Entonces claramente vemos a nuestro hijo castigado o sancionado por nuestra propia culpa, por nuestra falta de palabra.
Pero no se trata de cumplir todos los caprichos que se antojen en la mente de los panitas, al contrario, se trata de estar a la altura de los compromisos y seguros de que lo prometido se puede materializar. Por ejemplo si le ofrecemos una consola de video juegos si pasa con buenas calificaciones, tenemos que tener el chivo y el mecate por si el chamo se la come en el colegio. No vayamos después a caer en chantajes que como: “es que no sacaste puro 20” o “yo te dije que te la compraba si también arreglabas tu cuarto”. Las excusas que ponemos para justificar nuestra falta, terminan quitando el incentivo que pudieran tener los niños para futuras ocasiones.
Pero cuidado si terminamos como el árbitro de fútbol que expulsa un jugador de un equipo por error, y luego expulsa uno del otro equipo para compensar. Estaríamos doblemente equivocados si tras un momento de arrepentimiento terminamos vendiendo un riñón para comprarle la bendita consola de video juegos, aunque el chamo no haya superado el reto propuesto.
Evitemos hacer promesas inalcanzables. Es más, evitemos condicionar el comportamiento o los logros de los chamos a un premio o un castigo. Recordemos que para ellos, nosotros somos su guía, sus héroes y heroínas. Podemos enseñarles mucho más con nuestro ejemplo diario y hacerles entender que las cosas más bellas de la vida nos llegan cuando somos mejores personas, y que de ninguna manera eso se conquista por la vía material.