Nadie escapa a la tensión que nos han impuesto como modo de vida a la gran mayoría que quiere forjar un país de trabajo, estudio y paz. En mi familia el pequeño Miguel ha probado muy a su pesar, los efectos de las bombas lacrimógenas, ha perdido clases y se ha vacilado caminatas descomunales para un niño de cuatro años, gracias a que a un grupito se les ocurrió hacer un berrinche para trancar las vías, el Metro y todos los accesos a los sitios donde hace su vida normal.
Mi compañera (mamá de Miguel) ha tenido que correr como una atleta olímpica en una carrera de obstáculos, sorteando bombas lacrimógenas, piedras, cocteles molotov y barricadas de todo tipo, para resguardar su vida en medio de tanto caos. Su salud también se ha visto comprometida gracias a los dolores de espalda ocasionados por el estrés de trabajar en una zona roja tomada por el terror.
Yo también he sorteado alguna de esas dificultades a veces solo y a veces junto a ellos. Ya llevamos casi tres meses en estas andanzas perturbadoras y empiezo a ver la necesidad urgente de salvar a mi familia de tanta miseria humana.
¿Cuántas veces hemos escuchado que la familia es la célula fundamental de la sociedad? Seguramente muchas, pero también en muy pocas ocasiones vemos reivindicar la contundencia de este enunciado en la sociedad de hoy. El día a día de nuestras vidas parece diseñado para carcomer las bases de la familia y desmoronarlas lentamente hasta hacerlas tan débiles, que cualquier brisita logra derribar la estructura filial por completo.
Como cabezas de familia, los padres (y madres) tenemos la obligación de entender la necesidad de buscar los espacios apropiados para la oxigenación de la relación con los nuestros, ese oasis en medio de la tormenta que nos ayude a estrechar los lazos entre los miembros del grupo y fomente valores como la convivencia, la colaboración recíproca, la planificación de metas a corto, mediano y largo plazo, el establecimiento de normas y lo más importante: aprender los unos de los otros. Para ello, existe una solución que por obvia, a veces no usamos lo suficiente: la reunión.
La reunión familiar no es sólo esa técnica que algunos especialistas del mercado de la autoayuda, recomiendan como terapia de grupo para obligar a cada uno de los miembros de la misma a compartir con alguien que no soporta o con quien haya peleado. La reunión a la que hago referencia es a esa que se da de manera espontánea y maravillosa, esa que surge del amor y que no tiene horario fijo ni normativas fastidiosas. Una reunión familiar que, si bien puede ser propiciada por uno de los miembros, no luce como una camisa de fuerza para meter a todo el mundo por el mismo carril.
Por fortuna, eso no nos lo pueden arrebatar del todo los promotores del odio y el terror. Desde una merienda en la casa, hasta un paseo por una plaza o parque (libre de guarimbas), servirá para crear ese espacio lleno de magia donde seamos capaces de fortalecer la unión de nuestros seres queridos, llenarlos de amor y hacerles saber que ningún elemento externo se interpondrá entre ellos, ni siquiera el odio y las miserias humanas de un puñado de seres que aunque tengan mucho en lo material, no recibieron suficiente amor.
Es este ambiente de pre-guerra (aunque muchos aseguran que ya la estamos viviendo), se hace imperioso brindar seguridad afectiva a nuestros familiares. Sacar tiempo de donde sea posible para dedicar unos minutos al sano esparcimiento de sanear el alma de tanto desastre. Para esos momentos, libérate de teléfonos celulares, televisores, periódicos, gente tóxica y sus derivados, y reúnete con tu familia. De esta manera, desde la humildad del núcleo familiar, estaremos abriendo nuevas compuertas a la paz que tanto necesita Venezuela.