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La obediencia ciega

De tanto insistirle a Miguel que obedeciera a su papá y su mamá a la primera vez que se le diera una orden, comenzó a hacerlo recientemente. Era una súplica cotidiana: “- Quítate el uniforme. – No, que no es cuando tu quieras, es cuando yo lo digo”; “- Recoge los colores después de pintar. – Es ahora porque yo lo digo y yo soy el que manda”. Finalmente los resultados comenzaron a hacer efecto y el chamo se ha puesto más derechito. Un trabajo agotador, pero que trae sus recompensas.

De hecho, la disciplina trabajada ha rendido tantos frutos que a veces ni siquiera se requiere dar la orden. Una mirada o una levantada de ceja, bastan para que se cumpla la voluntad del padre. Y por más sacrílego que suene, muchos estarán de acuerdo conmigo en que no todas las voluntades de los padres suelen ser las mejores para los hijos. De eso la historia registrada y fabulada, tiene magníficos ejemplos.

En días recientes, Miguel se acercó y me dijo: “Mira papá, ya recogí mis juguetes sin que me lo mandaras”. ¡Podrán imaginar mi pecho hinchado de orgullo! Al cabo de unas horas se acercó de nuevo y me habló: “Papi, ya puse mi ropa en la cesta de la ropa de lavar sin que me lo mandaras”. Más tarde me volvió a hablar para decirme: “Mira papá, el dibujo que hice. Pero como ya terminé, recogí los colores sin que me lo mandaras”. Repentinamente algo me hizo clic y me di cuenta que estaba moldeando un autómata, un ser sin criterio propio y temeroso de su padre.

Me puse a pensar qué sería del chamo en su futuro si continuaba por ese camino y vi un hombre que no cuestiona nada ya que los porqués se los dictan los demás, un hombre que al enfrentarse a la sociedad haría lo que diga la mayoría porque carecerá de herramientas para enfrentarse a ella, defendiendo sus convicciones. Un ser que dependerá de mis criterios para dar cualquier paso en su vida, porque yo lo acostumbré a ello. Un ser lleno de miedo.

Mis pensamientos me asustaron mucho y rápidamente busqué la contraparte. Pero entonces ¿debo dejar que haga lo que quiera? ¿El libre albedrío es apto para niños también? ¿Puede un chamo tan pequeño tomar sus propias decisiones? No tengo ni pretendo tener la respuesta a todas esas preguntas, pero lo que si doy por seguro es que no deseo formar un autómata más para esta sociedad.

La idea de educar a nuestros muchachos ayudando a que ellos se formen su opinión sobre cada cosa que les decimos, me atrae mucho más. Más que inculcarles la obediencia ciega, debemos esforzarnos por generar argumentos sólidos de porqué deben o no hacer lo que les pedimos. Es una máxima socialmente aceptada que los cerebros de los niños son como esponjas y pueden absorber lo que sea, entonces queda del lado de los padres tener la creatividad para hacer posible que esos espacios de reflexión permitan que los hijos realicen las tareas que les asignamos o dejen de hacer lo que no deseamos, por convicción y no por obediencia ciega.

Todo aprendizaje viene dado por la experiencia vivida, y esa experiencia no siempre ha de ser positiva. De la negativa de nuestros hijos a realizar una tarea, podemos sacar infinito provecho para darle la información adecuada, o por lo menos la que se parezca a lo que nosotros queremos de ellos. En lugar de enseñarlos a obedecer ciegamente, sacaremos mejor provecho enseñándolos a aprender a pensar.

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