Tengo una gripe que no se la deseo ni a Donald Trump, aunque concuerdo con quien diga que merece cosas peores. “La quebrantahuesos”, como la llaman por ahí, es una de esas gripes que te tumban en cama no menos de cinco días con fiebre, malestar general, dolor en las articulaciones y una sensación de que una aplanadora te pasó por encima. Pero confieso que nunca me he gozado tanto una peste de esas como la actual, y es gracias a ella que conocí al enfermero más divertido del mundo: mi hijo Miguelito.
“Papá, cómete toda la sopa que te hizo mami… no dejes ni un poquito”, dice con el dedito índice levantado. “Papá, tómate el agua. Mamá dice que tienes que tomar mucho líquido”, advierte cada quince minutos con un nuevo vaso de agua recién servido. “Creo que tienes fiebre papá. Voy a buscar el `centímetro´ para medirte la fiebre”, y se lanza corriendo a buscar el termómetro mientras me da un ataque de risa con tos. Lo mejor de mi gripe es haber conocido las primeras muestras de empatía de Miguel a sus cinco años. ¡Mucho gusto señora “Empatía”!
La empatía es esa capacidad que desarrollamos los seres humanos para colocarnos en el lugar de los demás, es decir, es la condición de poder percibir lo que otros sienten y en consecuencia de ello, actuamos con las consideraciones del caso. Lamentablemente la empatía no es hereditaria, no nace por generación espontánea ni viene en tutoriales de youtube. La empatía se aprende, y no hay otra forma más fácil de aprender que siguiendo un ejemplo.
Para desarrollar la empatía en los niños es fundamental que los adultos que los rodean les orienten desde sus primeros años de vida. A partir de los cuatro años los chamos entran en un proceso en el cual se van enterando cómo se sienten los demás, y desde los seis, comienzan a comprender que los otros tienen una historia propia, diferente a la de ellos. Desde los diez, son capaces de ponerse en el lugar de otros e incluso comprender en qué está pensando y cómo está sintiendo esa otra persona.
Para este difícil proceso existen algunas fórmulas que nos pueden ayudar para hacer que tus hijos sean empáticos, que tengan una autoestima fuerte y desarrollen sus afectos. Es preciso enseñarles a escuchar a los demás y esperar su turno para hablar, conversar acerca de cómo te sientes ante algún evento emotivo o sentimental y mostrarle con hechos las bondades de prestar atención a quien les habla. Los resultados, no se harán esperar.
Seguid el ejemplo…
La mejor noticia que puede haber sobre la empatía, es que nunca es tarde para aprenderla y ponerla en práctica. Como padres que pensamos en formar seres humanos mejores que nosotros, debemos activarnos como entes empáticos para que nuestros hijos nos imiten y nos usen como referencia moral de su desarrollo emocional.
Ser empático no tiene nada que ver con eso de tratar a los demás como quieres ser tratado, por el contrario, se debe intentar acercarse tanto a la otra persona como para tratarla como a ella misma le gustaría ser tratada. No es sentir lo que otro siente, sino entender ese sentimiento y actuar de manera afortunada, sin daños que lamentar.
Para los adultos también hay algunos tips para mejorar la empatía, que pasan por la observación del otro, tratar de experimentar sus vivencias e internalizarlas, evitar juzgar a priori a los demás y tratar de ser más fino a la hora de decir las cosas más pesadas. En poco tiempo te darás cuenta de que lo haces automáticamente sin alterar para nada tu personalidad. Por el contrario, la empatía nos convierte en mejores seres humanos.
Un ejemplo de un ser sin empatía es Donald Trump, además de muchos otros desórdenes psicológicos que no son tema de esta columna. Vernos en ese ejemplo nos hará querer mejorar. Mientras el Miguelito me sigue reparando de esta gripe “quebrantahuesos”, me doy por satisfecho de estar formando mejores personas para que construyan este mundo.