Y pasó lo que tenía que pasar. Después de tanto ver a papá y mamá mirando noticieros y programas de opinión buena parte del día, Miguel preguntó: ¿papá, qué es la crisis? Se me acabaron los rodeos, se esfumaron las excusas. La pregunta fue a quemarropa y sé que después de mi primera respuesta vendría una catarata de cuestionamientos de los que no me iba a escapar. Después de todo, fue mejor así, ya venía preparando algunas respuestas desde hace meses y había llegado la hora de enfrentar a mi más agudo entrevistador de tan solo cuatro años.
Varias veces, ante preguntas incómodas, le dije a Miguel que le explicaría sus inquietudes cuando estuviera más grande y pudiera entender mejor, pero el chamo siempre me paralizó con la frase: “yo entiendo papá, estoy preparado”. Conociendo ese antecedente, me dispuse a hablarle de la crisis como si conversara con una persona adulta, pero sin perder la ternura en cada palabra. La cosa resultó bastante difícil por tratarse del tema de la crisis, palabra que a todos nos evoca situaciones negativas.
Empecé por decirle que aunque para mucha gente y algunos países la crisis es algo malo, los chinos valoran la crisis como una oportunidad. Esa oportunidad nos permite hacer mejor las cosas, revisar los errores cometidos y corregir para no equivocarnos de nuevo. Le dije que en Venezuela hay mucha gente trabajadora que quiere salir de la crisis con su esfuerzo y amor por el país, pero que también hay otra gente que le interesa que las cosas funcionen mal para beneficiarse de ese fracaso.
La batería de preguntas comenzó. ¿Hay gente que no quiere a Venezuela? ¿Cómo se llama esa gente? ¿Por qué quieren que las cosas salgan mal? Las inquietudes de un niño pueden dar muchas luces a los adultos sobre lo que queremos y sobre lo que creemos. Seríamos totalmente ingenuos si pensamos que la inocencia es sinónimo de ignorancia. Los niños, desde su mundo, nos muestran nuevas realidades que resultan tan obvias, que los adultos somos incapaces de ver.
La conversación se prolongó por más de media hora, cosa imposible de mantener con muchos malhumorados adultos en estos días, y en ella nos paseamos por diferentes conceptos que van desde el amor a la Patria, el trabajo responsable, la honestidad, lo bonito de poder sembrar lo que uno come y lo bonito de ser empresario sin vender caro. Repasamos lecciones de buena educación, tuvimos diferencias sobre qué hacer con la gente que se porta mal con el país y ensayamos formas de respeto que deberían tener nuestros políticos.
Luego de terminada la conversación, y una vez que Miguel se interesó más por las comiquitas de la TV, me puse a reflexionar sobre todo lo dicho. Reparé principalmente en que ni por un momento le dimos paso al lenguaje de odio, al verbo incendiario, a la descalificación injustificada. Las preguntas del chamo motivaron una charla amena de la que aún me siento orgulloso de haber aceptado, porque sirvió para que ambos dejáramos claras muchas cosas, incluso las que Miguel me hizo ver y yo no veía.
Venezuela es un país convulsionado, sin duda. Pero ¿deben nuestros hijos sufrir en carne propia nuestras miserias del alma? Da pena escuchar niños que repiten el odio que sus padres le inyectan desde que aprenden a hablar. Ruedan por las redes videos de niños insultando a políticos que ni siquiera conocen y repitiendo situaciones que dudosamente pueden entender. El lenguaje de odio incluido en nuestra charla diaria con los niños, no va a formar mejores seres humanos. Al hablar de crisis con nuestros hijos, si es que el tema sale a flote, pensemos primero dónde está la naturaleza de la crisis que tenemos en casa: dentro o fuera.