La satisfacción de ser padre se compara con pocas cosas en el mundo. No hablemos de amor, cariño, comprensión y todos esos derivados del afecto paternal, hoy hablaremos de poder. ¡Sí, poder! ¡Cosa divina, cosa sabrosa la de sentirse poderoso! Un poder incomparable que nos pinta esas sonrisas de medio lado cuando vemos nuestras órdenes cumplidas, una cosa así como: “Me la estoy comiendo”, “Soy el que tal”, “¡Qué arrecho soy!”
Pues sí, ser padre muchas veces se convierte en un asunto de medir fuerzas, como si esa condición tan obvia de aventajar a nuestros hijos en edad, experiencia y “rango”, fuera una razón por la cual sentirnos tremendamente orgullosos cuando nos imponemos. Muchos padres nos olvidamos de que en la crianza de nuestros hijos, la razón, el ejemplo y una buena conversación, tienen la mayoría de las veces resultados mucho más positivos que la fuerza, sea esta física, verbal o psicológica. Por fortuna están los hijos para que nos demos cuenta de ello y nos volteen la tortilla.
Hace poco discutía con Miguel sobre la necesidad de respetar a los demás, sobre lo que esa cosa llamada “acuerdo social” entiende por restricción del espacio vital o cosas más profundas como el legado de Benito Juárez: “el respeto al derecho ajeno, es la paz”. Con sus cuatro años encima, a Miguel no parecía llamarle mucho la atención aquel tema. Él prefiere abrazar a los desconocidos en el metro, señalar a las personas con el dedo, interrumpir conversaciones sin importar quién habla y tomarse confianzas como sentarse en las piernas de una chica o pedir chucherías a alguien que ve comiendo. La timidez y Miguel no se la llevan muy bien, tampoco los códigos y límites sociales que nos separan.
Entendiendo que la falta de límites en su relacionamiento con el resto del mundo, le traería complicaciones tarde o temprano, opté por conversar con él sobre lo que no le gusta a la gente, que hay personas que lo pueden maltratar, que hay personas que no aceptan ciertos acercamientos, que su trato con las personas debe cambiar. En fin, le hice entender, según mi punto de vista, que todo aquello se resumía en una sola palabra: respeto.
Producto de aquella explicación, el chamo empezó a cambiar su trato con los demás. Se tornó menos efusivo, más distante, tan cortés y frío como yo le había pedido que fuera. ¡20 puntos como papá! ¡Me la estaba comiendo!
Poco a poco el cerco que yo empecé a tejer alrededor de mi persona favorita, lo fue aislando, lo apartó de su esencia, lo apartó de su encantadora forma de ser. Preocupado por el cambio que el niño empezaba a dar, traté de ser más cariñoso con él pues lo necesitaba de vuelta. Ya extrañaba sus abrazos espontáneos, sus morisquetas, su particular forma de interrumpirme cuando hablo con su mamá, su elegante irreverencia.
En medio de uno de los abrazos que yo le daba me dijo: “Papá, respeta mi espacio vital”. Su frase me partió el alma como un rayo, pero pronto descubrí que la frase no era suya sino mía, y entendí que era yo el que le estaba partiendo el alma, la esencia, la existencia. Mientras sigo intentando reparar el daño, pienso en la premisa inicial acerca del poder que da la paternidad y su “sabrosura”. Sin duda “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.