No, no voy a hablarles de paternidad irresponsable en la estrega de esta semana porque esta publicación viaja en dirección diametralmente opuesta. Como muchas expresiones en nuestra lengua, la frase falta de padre puede tener varios significados. Uno de ellos refiere la ausencia absoluta de la figura paterna, bien sea por fallecimiento o por abandono de hogar. El otro significado se usa para reprochar la falta de carácter por parte del papá (o la mamá), que se evidencia en un comportamiento algo licencioso por parte de los hijos y puede conducir a la pérdida de autoridad por parte de los jefes de familia.
En el mundo hispanohablante, estamos acostumbrados a la crianza a la antigua, donde papá y mamá ejercen el monopolio de la imposición de normas y reglas en el hogar. Son los padres los encargados de castigar y premiar, de mandar y ser obedecidos y de encarrilar por la vía de la chancleta a quienes se salgan de la rayita. Muchos hogares funcionan aún en nuestros días de esta manera, tal vez por una cuestión genética-hereditaria o simplemente por imitación.
Pero los tiempos modernos introducen cambios en las sociedades. Es así como la nuestra se ha vuelto permeable al comportamiento observado en otras culturas y comenzamos a ver hijos respondones y falta de respeto al estilo de las series juveniles importadas que pasan a diario en la TV, donde los chamos pasan coleto con las reglas de casa y se burlan de lo patéticos que pueden llegar a ser sus padres. En estos hogares, cada vez más populares (y también patéticos), se ha perdido el carácter autocrático que descansaba en manos de los padres y se ha delegado el poder de decisión en los hijos, a quienes muchas veces no se les ha enseñado qué hacer con ese poder.
Regularmente cuando se decide compartir la autoridad de casa con los hijos y ello conduce a la indisciplina descontrolada, es muy difícil recoger el desastre y recuperar el control. En esos casos el maltrato físico no es la opción más acertada en estos días, sobre todo porque muchas legislaciones en el mundo la penalizan, pero también porque resulta un método poco apropiado por conocerse que la violencia sólo induce a la violencia. Es preciso ensayar técnicas más democráticas en el hogar como la toma de decisiones importantes en familia o acordar algunas normas por votación con la participación de todos los miembros de la misma.
Si este es el caso que deseas para tu núcleo familiar, ten en cuenta que la autoridad no debe ser compartida o concedida. Nuestra sociedad, con sus valores y principios, no está preparada para dejar en manos de niños o adolescentes el poder de impartir autoridad porque no tienen la madurez ni el carácter totalmente definido. Nunca los pájaros deben disparar a las escopetas.
No se debe confundir el dar libertad de decisión a los hijos con el ceder la autoridad. Es un valor enseñar a nuestros chamos a no conformarse con la mediocridad, pero también es un valor inculcarles el respeto y la disciplina. Los hogares autocráticos pueden formar hombres y mujeres obedientes y sumisos, por lo que hay que buscar el equilibrio entre los extremos enunciados en este texto.
Los chamos de estos tiempos deben aprender a diferenciar entre lo bueno y lo malo con la ayuda de sus padres. Esto se consigue con activa participación de los segundos en los temas que inquietan a los primeros. Para prevenir esa rebelión mal entendida que llega con la primera infancia y la adolescencia, la solución está en la conversa cotidiana, en conocer mejor a nuestros hijos y ejercer sobre ellos la disciplina amorosa que los involucre de amanera armónica con ese bien de la sociedad que llamamos familia.