Amo a mi hijo. Tal vez es un cliché muy usado por los padres el decirlo de esta manera, pero es que el idioma español se queda corto para manifestar el sentimiento real que uno profesa por ese pequeño ser, que no queda otro remedio utilizar las palabras y frases hechas ya conocidas por todos. Si bien los padres enamorados asumimos que este amor por el hijo es infinito, también tenemos que ir comprendiendo que existen muchas cosas en las que nuestra intervención sí debe ser limitada.
Sucede que hasta hace poco en mi enamoramiento paternal creí que lo más indicado era que Miguelito no se molestara en casi nada: su mamá o yo preparábamos su bolso del colegio, dejábamos listo el uniforme del preescolar para el día siguiente, a su salida del colegio revisábamos su bolso para ver si no había dejado nada, lo vestíamos de arriba abajo, amarrábamos sus zapatos, lo llevábamos al baño y así con todo. Todo lo hacía papá y mamá para que el pequeño se sintiera querido, tranquilo, cómodo.
Seguros de estar haciendo lo correcto, seguimos de cerca los progresos académicos de Miguel. Un niño que desde los dos años identifica el abecedario, los colores y las formas; y que hoy a sus cuatro años ya sabe leer, escribir, identifica los estados de Venezuela y sus capitales, sabe la ubicación de varios países y sus ciudades en el mundo y hasta dibuja en orden los planetas del sistema solar; también sabe sumar y restar por una cifra y si uno no lo ataja a tiempo se lanza con las tablas de multiplicar. Pero de un tiempo para acá empecé a notar que habían ciertas cosas en las que el chamo tardaba en desarrollarse.
La observación es importante en todo proceso de investigación, y como padres debemos estar atentos a investigar la mayor cantidad de cosas sobre nuestros hijos. Por ello, comencé a observar a Miguel en su forma de relacionarse y de actuar en solitario. El niño resultó un poco torpe a la hora de sentarse a desayunar en el colegio, en comparación a otros de sus compañeritos que eran unos aviones. También le costaba mucho trabajo el simple hecho de quitarse una chaqueta, meter su franela dentro del mono del uniforme o recoger sus pertrechos escolares para meterlos en su bolso.
Al hacer los deberes en la escuela, dejaba los utensilios regados por el piso, le costaba ordenar los juguetes que utilizaba y era un desastre al manejar pertenencias de otros niños. Por supuesto que nada de lo que observé fue de mi agrado y junto con su madre y su maestra, ideamos otra estrategia que aunque era obvia, no la estábamos poniendo en práctica: “dejarlo hacer”.
Tan sencillo y tan complejo como aquella canción de The Beatles, “Let it be”, dejarlo ser. El niño tenía que aprender a equivocarse y nosotros, sus padres, estábamos siendo el principal obstáculo para ello.
Equivocarse no es malo, sobre todo en esa etapa en la que uno comienza a descubrir el mundo. Las equivocaciones son las mejores maestras de la vida aún en nuestra etapa de adultos, y hay que experimentarlas para aprender esas grandes lecciones necesarias para curtir el espíritu. Evitar que nuestros hijos se equivoquen, es pan para hoy y hambre para mañana, pues lo único seguro que tendremos es un niño inseguro que siempre dependerá de sus padres para solucionar sus problemas y que poco aprenderá de sus responsabilidades.
De momento el miedo a que se haga o le hagan daño, va dejando paso a una labor observadora a distancia que supervisa y orienta. La sobreprotección no es una opción ahora.