El regreso a clases siempre representaba una sensación agridulce. La tristeza por el funeral de las vacaciones, que siempre nos parecían demasiado cortas, junto a la alegría de poder contar detalladamente todo lo que se hizo en la época de descanso y la emoción de conocer quién sería la nueva maestra, conocer a los nuevos compañeros de clase y además se le sumaba además la agonía de hacer la compra de útiles escolares y uniformes para volver a las aulas.
Identificar cada lápiz, cada pincel, cada libreta y hasta el morral, era la especialidad de mis papás. Había que ponerle el nombre del colegio, el grado, la sección, la materia y obviamente todo, todo llevaba mi nombre o en su defecto, mis iniciales. Disfrutaba muchísimo forrar los cuadernos y libros, siempre había kilómetros de papel contact transparente para proteger las carátulas, cuidando la técnica para que no le salieran burbujitas y en tal caso, deshacerse de ellas pinchándolas con una aguja, todo esto era para que no se dañaran y así los pudiera usar (o heredar) cualquier hermano, primo o vecino que viniera detrás de ti. Muchas veces me lanzaba unas decoraciones artísticas con papelitos de chicle o chucherías, también con recortes de revistas o periódicos, la musa del collage se activaba en las noches previas al comienzo del año escolar.
El estrés por cumplir cabalmente con la lista de útiles escolares era lo peor, tener que comprar todo lo que, en los colegios, consideraban como indispensable para empezar el año y que si faltaba un artículo te condicionaban y te fastidiaban hasta que lo llevaras, no importaba cuánto costara conseguirlo o pagarlo. Menos mal que en Venezuela eso acabó. Muchas veces esa lista era creada en conchupancia con las distribuidoras de colores, témperas y editoriales, no se dejen engañar. Además que para escoger un cuaderno había que evaluar la cantidad de hojas que tuviese, si era de anillos, empastado, cosido, de varias materias y si en la portada tenía la comiquita o grupo, artista, cantante o personaje del momento. Todo esto, previo a una suerte de hipnosis generada por un bombardeo mediático por radio, prensa y tv que te acechaba y a veces obligaba a consumir desmedidamente y a asistir a cuanta feria escolar existiese para comprar y comprar y comprar.
Con el tema de los uniformes era el mismo cuento cada año, mi mamá me compraba las faldas plisadas «manga larga» la vaina casi que me llegaba a los tobillos y yo me la subía hasta el pecho para que pudiera tener una altura normal. Como niña hiperquinética que fui (soy) tenía que usar un short o licra debajo de la falda, ya que vivía haciendo parada de manos, estrellas, volteretas o encaramándome en cualquier parte y no iba a andar mostrando la fruta a todo el plantel.
Odie con todas mis fuerzas los pantalones de dril o de tela que algunos colegios exigían, esa vaina da un calor horroroso, se arrugan fácilmente y son incómodos. Si de abrigos se trataba, el color variaba según los directivos permitieran, recuerdo que tuve un profesor que me perseguía por los recreos para que me quitara el suéter que me amarraba en la cintura «Aquí no se usa falda, Torres, quítese eso de allí».
Con los zapatos hubo una vez que me empeñé en una marca en particular de mocasines y estaban fuera del presupuesto de mis padres, así que me consiguieron unos parecidos pero resultó que con las medias gruesas y mi pie plano, el calzado en cuestión se abría como una hallaca, se veía feo y se me salía cada vez que corría por más duro que atara el cordón de cuero, que hacía las veces de trenzas (al que le hacía unos nuditos muy cuchis).
Ya en bachillerato, el tema era el sello del colegio. La respetable insignia debía estar cosida o bordada del lado superior izquierdo, del lado del corazón pues. Muchos les daba pereza hacer esto y se limitaban a ponerle un imperdible, otros optaban por engraparlo y había unos temerarios que se aventuraban y usaban pega de barrita. Hasta que me tocó un colegio que, para recibir un dinerillo extra (además del que te sacaban en la inscripción), habían confeccionado ellos mismos las chemises con el sello impreso para que todos los alumnos no tuvieran que lidiar con el tema del logo de la institución. Lo terrible de ese colegio fue que la franela para educación física, era blanca y llevaba el logo agrandado en el centro de la misma, cabe destacar que la imagen tenía un corazón y una cruz dentro y ustedes se podrán imaginar en la formación para cantar el himno nacional los días que tocaba deporte, parecíamos la legión perdida de los ositos cariñosos con ese poco de corazones rojos en el pecho y mirando hacia el frente. Ahora me da risa, pero la vergüenza no era normal en aquellos tiempos.
Volver a las jaulas, como le decíamos antes, puede ser muy traumático si es en un colegio nuevo o si es un cambio de color de chemise pero después les cuento cómo fue esa experiencia en los colegios en los que estuve hace ya algún tiempo.