En ciertas ocasiones de mi vida, me he querido desaparecer de la escena por la vergüenza que me ha dado ser tan torpe. Como el avestruz he tenido que enterrar mi cabeza en la tierra. No se trata de tener una habilidad casi suprahumana para ser imprudente o inoportuna, sino que desde pequeña no le temía al ridículo y pues se me quedó pegada esa mala maña y no pongo filtro a la hora de actuar o expresarme. Aquí, con mucha pena, les sigo contando algunas de esas experiencias embarazosas, en las que he dicho: trágame tierra.
Mentiritas blancas
Sin rayar en la mitomanía, de niña decía unas cuantas mentirillas piadosas, que no hicieron daños mayores, sino que mi creatividad se desbordaba a la hora de echar cuentos a mis compañeritos. Así ocurrió que una vez, conversando en el recreo con una de mis amiguitas, le dije que había ido a comer helados a un local que se llamaba Bravíssimo y que tenía muchísimos sabores para probar. Esto no era mentira, la cosa es que como no había causado el punch en esta historia de fin de semana, tuve que ponerle algo más, crucé los dedos en la espalda y le dije que además de eso, habíamos comido hamburguesas y perros calientes en un local que «supuestamente» quedaba al lado de la heladería. Todo bien, sin riesgo a ser descubierta, hice caso omiso a que mi amiga comentó que a su papá le gustaban mucho las hamburguesas, pero como yo no le di importancia, nunca jamás pensé que podían atraparme en esa mentirita tan inocente, pero no.
Aleccionadoramente, una noche de domingo estábamos saliendo de la heladería en cuestión que quedaba muy cerca de mi casa y cuál fue mi sorpresa de encontrarnos con mi amiguita y toda su familia que al llegar y darse cuenta de que no existía el fulano negocio de hamburguesas y perros calientes sino la heladería nada más, me increpó y me llamó mentirosa delante de ambas familias. Su papá me miraba con odio, el odio que se activa cuando te dicen que vas a comer hamburguesas y te engaña una niña de 8 años. Luego no me creían nada de lo que decía y la vergüenza cada vez que veía a ese señor, me hacía bajar la mirada.
Perder una tripa
Por ahí dicen que: es preferible perder una amistad, a arriesgar y tener problemas intestinales por contenerse de expulsar gases. Yo en lo personal, evito tener que desmayar a mis semejantes en esos casos y hago lo posible por hacerlo en los espacios destinados para eso.
Sin embargo, ocurrió que una vez, estando en compañía de unos amigos, y casualmente ese día había tenido un potente almuerzo de caraotas, arroz, tajadas con queso, aguacate y un batido de cambúr, me dispuse a compartir con ellos un rato.
Alguien tenía un perfume muy fuerte y como mi naricita es sensible a esos olores, se activó mi rinitis y en uno de los estornudos se ha escapado un peo fugitivo que, con un estruendo indescriptible, hizo voltear a todos los presentes hacia mí. No me quedó de otra que reírme y comentarles que fue uno de esos sonoros pero sin aroma, porque de lo contrario, estarían todos muertos, lo cual generó las carcajadas de todos y la humillación fue leve.
Sin nada que ocultar
Cuando mi cuerpo decidió desarrollarse, yo no tenía la edad adecuada. Desde muy temprano tuve que adaptarme a los nuevos cambios fisiológicos y por demás drásticos, que me tocó vivir antes de cumplir mi primera década. Ser la más alta del salón, comenzar a tener acné antes de soltar las muñecas y tener más tetas que la maestra de sexto grado, fueron algunas de las cosas con las que tuve que lidiar, aun usando la chemisse blanca y la faldita azul.
En esa misma época, a finales del año escolar, nos fuimos a conocer las maravillosas Cuevas de Alfredo Janh, en Birongo, estado Miranda, que fueron decretadas monumento natural del país. Fue la perfecta excursión para ir con una parranda de muchachitos para que brincaran y se monearan cuando todavía los deportes extremos no se habían inventado. Resulta que cuando es invierno o en época de lluvia, ese paseo se hace más interesante porque la cueva se llena de agua y por eso nos indicaron que debíamos ponernos un traje de baño debajo de la ropa que lleváramos y una muda seca que se quedaría esperándonos dentro del autobús, cuando saliéramos de la excursión.
Todo fue muy divertido (menos el encuentro cercanísimo con los murciélagos) con los cascos y las linternas, conocimos las estalactitas y las estalagmitas, las formaciones rocosas, los pasadizos secretos y cuando ya íbamos de salida, decidimos quitarnos el mono mojado y quedarnos todos en traje de baño. Con el pequeño detalle que yo seguía usando uno azul clarito que aún me quedaba bien, pero que era de niñita, con una tela delgada y sin forro ni nada, se transparentaba todo. Por ende dejé al descubierto, delante de todos mis compañeritos de clase y otro grupo de excursionistas de otros colegios, mis mejores pezones paraditos, de esas nuevas teticas que ya me habían crecido y el muñuño con los pocos vellitos que me habían salido «allá abajo», por aquello de la pubertad. Cuando una de mis amigas me dijo: «Vicky, se te ve todo» quise literalmente que se abriera la cueva esa del coño y me tragara.